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Siempre has sido tú

Le confié todos mis recuerdos a un frasco de colonia. Se los conté uno a uno, desde el más potente al más insulso. Viaje a viaje, día a día, palabra por palabra. Cada minuto, por pequeño que fuera, por diminuto o insignificante que pareciese, fue reconducido y condenado al mortero del olvido donde lo hice papilla. Bien machacado, bien triturado. Después, destapé el bote y mezclé el potingue de los nuevos olvidos con el perfume, alcanzando así una solución concentrada.

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Para los químicos o entendidos, reitero lo de "concentrada" y no "saturada" porque aquel recipiente colorado, de catorce centímetros de altura, estaba destinado a guardar dos años de soluto, dos años de recuerdos. Cuando acabó el proceso, coloqué el bote en la estantería como si fuera un cuadro o la cabeza de un morlaco disecada, y allí se quedó, solo y solitario.

Al cabo de una semana me empezaron a doler los huesos; tanto, que a duras penas me movía del colchón. Lo achaqué a la humedad de la primavera y al traicionero mes de abril que a Sabina le robaron, donde el fresco se había declarado en huelga y no se asomaba ni a la hora del café. Pero pronto pasaron los meses, y la masa ósea comenzó a resquebrajarse por ahí dentro, con historias y revueltas que gritaban: “¡Los echamos en falta! ¡Queremos que vuelvan!”.

Supuse que se referían a los recuerdos. Pero no: ¡al carajo con su regreso! Yo vivía mejor en mi feliz ignorancia. Pero, a pesar de todo, fue esa ignorancia la que me llevó a buscar más información sobre tal despropósito. Tecleé en un buscador las palabras clave: "voces", "dolor", "cura", "huesos" y una larga lista de síntomas más que extravagante. Una de las páginas me sirvió para justificar mi estado.

“A veces –versaba el texto– la nostalgia se convierte en la carcoma de los huesos. Los roe a dentelladas pequeñas, como un escultor que talla un ojo o una pestaña. Es una obra exclusiva, una jugarreta diligente y pulida, porque el tiempo prende la mecha y se olvida de trabajar, solo espera.

No hay un tratamiento específico y mucho menos una cura posible, pero desde luego la solución no es olvidar: en todo caso, echar de menos. La carcoma, con frecuencia, se aburre, del mismo modo que los coprófagos se cansan de consumir sus propios desechos. Indicaciones: si ya se ha desterrado algún tipo de recuerdo, es preferible retomar su contacto y que se elimine a través de remedios naturales”.

Resumiendo aquel caos literario: volver a abrir aquel frasco de perfume. Esa noche, antes de abrir la improvisada caja de pandora, me quedé de pie durante largo rato, mirándolo concienzudamente. “Chico, –le dije– no me acuerdo de nada, ni sé qué contienes, o por qué diantres te encerré ahí, sólo te pido que te comportes”.

A continuación, veté su encarcelamiento, arranqué de cuajo el tapón y sostuve a aquel semidesconocido en la palma de la mano. No me atrevía a olerlo. Derramé la mitad del líquido en la funda de la almohada y salté sobre la cama intentando adoptar esa filosofía pueril de “ahora me enfado y no respiro”.

Yo enfadada no estaba, tal vez asustada. Durante medio minuto aguanté como un intento de Peter Pan, hasta que los pulmones no aguantaron más y no me quedó otra que inspirar, profundamente.

Mi habitación empezó a navegar por aguas revueltas. Sentí algo similar a un palo de golf estrellándose sobre mi nuca. La fuerza del golpe puede asemejarse a la que hubiera empleado la mujer de Tiger Woods en su intentona de imitar a su marido, momentos después de que éste hubiese hecho un birdie en hoyos ajenos a su deporte.

Quizá estas bobadas de personajes de ficción o del golfista me han servido solo para restarle importancia a lo que ocurrió a continuación. Porque lo que custodiaba mi frasco de perfume eran casi dos años de la misma persona que ha sido protagonista de mis cuentos, de mi vida y, una vez más, de esta historia.

Como decía, tras sufrir el golpetazo de la señora Woods, alguien agarró mi mano entre las sábanas, las mismas sábanas que sólo usaba cuando llegaba el verano y que llevaban unos meses guardadas en el armario, tal vez esperando que volviera.

Color vino, crudo y con un filo un poco más oscuro. Yacía otra vez conmigo, como si no hubiera pasado el tiempo, como si nunca le hubiese perdido. La primera reacción lógica era abrazarte, la gente trivial lo hace, sobre todo cuando pasa mucho tiempo y no sabe qué decir.

La diferencia residía en que yo lo tenía muy claro. “¿Sabes que aún me acuerdo de ti?” –le pregunté. Platón lo solía llevar a cabo: preguntar sin esperar respuesta, retórica en estado puro. Me acerqué y dejé caer mi cabeza entre la cavidad que formaba su cuello y el hombro.

No me moví, no lo habría hecho ni aunque se quemase mi jodida habitación. Me dormí, recitando una ristra de cursilerías y bobadas, cada una por cada día que quise hacerlo, y me guardé las ganas por vergüenza.

Al día siguiente me desperté con la marca de las uñas en la muñeca izquierda. El aroma que ahora desprendían mis sábanas color vino, crudo y lisas eran la mezcla de una habitación cerrada y el sudor de una mala noche. El tópico de si aquello había sido o no un sueño se lo dejé a mi perro…

Yo era fantasiosa, pero no gilipollas. Había estado allí, palabrita de honor, así que ese día lo tomé como un mero trámite, un procedimiento oscuro y absurdo que concluiría con otra sesión de perfume rociado.

Fue así que, noche tras noche, aguardaba con recelo el momento en el que cerraba mi puerta y esnifaba mis recuerdos. Y aparecía ahí, de repente. Nunca me correspondía los besos, ni las caricias, ni siquiera me contestabas.

Te limitabas a acompañarme en mis ratos hasta que caía rendida. Una madrugada me pareció que, al punto de dormirme, se acurrucó junto a mí y lloré en silencio. Exceso de imaginación, supongo.

Semanas más tarde surgió el gran problema. Si alguien me lo hubiese dejado caer, no habría encomendado mis mejores recuerdos a un maldito frasco que tiene un carácter efímero y fugaz. Una foto, un anillo o una canción hubiesen bastado. La cuestión es que, cuando me di cuenta, apenas quedaba un dedo de aquella sustancia.

Los drogadictos tienen la fortuna de pegarle a todo, como los bisexuales, y mi situación era totalmente insostenible. Enganchada a un perfume que no podía comprar por no tener etiqueta.

En el colegio me enseñaron que en el caso de sufrir cualquier mal de cualquier índole siempre hay tres salidas: Réflex, manzanilla o agua. Para este contratiempo el único elemento de la lista que no llevara consigo un olor implícito era el agua.

Así que metí aquel bote bajo el grifo, y corté el riego más o menos a la mitad.
Al verter esa dosis de ingenio, de nuevo, en la funda de la almohada todo apuntaba a que mi retirada del mundo científico había sido un gran error.

No obstante, a las pocas horas noté cómo su mano se iba difuminando. En torno a las cuatro de la madrugada, no quedaba ni rastro. Poco a poco se iba alejando antes. Tres y media, tres y cuarto, tres. Cuanta más agua añadía, más difusa se volvía la imagen. Un día, al final, ni siquiera vino.

Lo peor fue el mono, los recuerdos aún se hacían soportables. Sobre todo porque durante varias semanas se quedó el olor pegado a la mesilla, a la lámpara y a los muebles en general, y eso calmaba los espasmos, los desvaríos, y el síndrome de abstinencia. Pero el mono… eso no era pecata minuta.

Acabé por introducir el dedo dentro del bote, como si fuese un frasco de Nocilla, y me lo llevaba a la boca para ver si aparecía durante diez segundos, “un ratito, por Dios, no más”. Después de muchos esfuerzos, lo olvidé, todo. La carcoma de los huesos hizo bien su labor.

El tiempo consumió la mecha sin molestarse lo más mínimo. Si alguna vez le quise, no lo recordaba. Si alguna vez estuvimos cerca, no lo recordaba. Si alguna vez existió, no lo recordaba.

Una mañana, meses más tarde, años más tarde, qué sé yo, me fui a caminar por la calle principal del pueblo. En mi reproductor sonaba algo tipo: “ahora lo veo distinto, diferente, raro, extraño (…) separarse y no volver a verse en años”.

A lo lejos divisé una silueta, de esas que miras y desmiras, de esas que pasan cerca de ti, huelen bien y ya. Yo tarareaba mientras ella iba acercándose, de frente. Al cruzar por mi lado me rozó. Cinco pasos más allá, cuando se había perdido tras la espalda, la señora Woods me volvió a soltar el palo sobre la nuca. ¡Zas!

Me paré, súbita. El viento había dejado un pequeño vestigio por los alrededores, procedente de aquella persona que olía bien y ya. Encima tenía un gusto exquisito, porque era la segunda persona conocida que usaba su perfume.

En apenas dos tic-tacs, un puñado de recuerdos volvieron a ocupar su sitio. Azahar, aguas revueltas, una habitación, altas dosis de ginebra de garrafa. Antes de recobrar el sentido común, las letras de su nombre se reordenaron en algún punto de mi cabeza. Buscaban un nombre proscrito. Cuando lo encontraron, casi sin voz, sin ser en exceso consciente, lo musité, a quien lo quisiera, a donde fuese.

Siempre has sido tú...

CARMEN LIROLA
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