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Aureliano Sáinz | El sol que nos achicharra

Hubo un tiempo en el que los hombres creían que el sol era un dios que dirigía los destinos de los seres humanos, por lo que se le veneraba en distintas culturas como la egipcia (Ra), la griega (Helios), la sumeria (Utu), la inca (Inti)… Esto es lógico si tenemos en cuenta que, en aquellas épocas, se miraba al cielo, entre el asombro y el espanto, como la fuente que dirigía el rumbo de los mortales que poblaban la Tierra.


El cielo y la tierra. Esta era la dicotomía o dualismo en el que se desenvolvían las distintas religiones que intentaban explicar el origen del mundo a partir de sus conocimientos y deseos. En el Antiguo Testamento, libro sagrado de las tres grandes religiones monoteístas (judaísmo, cristianismo e islam) no se habla del sol, sino que en el Génesis (cap. 1: 14, 15) aparece: “Dios dijo: Haya lumbreras en el firmamento que separen el día de la noche, sirvan de signos para distinguir las estaciones, los días y los años, y luzcan en el firmamento para iluminar la tierra”.

Han transcurrido milenios desde que ese párrafo fuera escrito. No obstante, hay gente que sigue pensando en ese dualismo –cielo y tierra–, sin imaginar, tal como nos indica la ciencia, que el sol no es más que una estrella dentro de los miles de millones que existen en nuestra galaxia, la Vía Láctea, y que ésta a su vez es una galaxia más entre los billones de galaxias que pueblan un universo en expansión.

Desde este pensamiento de base científica, nuestro planeta queda reducido a una mota de polvo si contemplamos las asombrosas imágenes que recientemente nos ha proporcionado el telescopio James Webb de un cúmulo de galaxias, algunas de ellas nada menos que a 13.000 millones de años-luz de distancia.

Para que nos hagamos una idea de esa distancia, podemos sacar la calculadora e ir multiplicando por los 300.000 kilómetros que recorre la luz en cada segundo (multiplicando, a su vez, por los segundos que contiene un año). Vivimos, pues, en un espacio infinito que nos hace sentir insignificantes cada vez que pensamos en ello.

Sin embargo, cuando somos pequeños, imaginamos la naturaleza a partir de ese dualismo (cielo y tierra) dado que la experiencia directa de nuestros sentidos nos indica que vivimos y nos movemos sobre un suelo sólido del que no llegamos a conocer sus límites; que por encima de él está el aire; y, más allá, el cielo en el que se encuentran el sol, la luna y las estrellas que aparecen por la noche (es decir, las luminarias de las que se habla en el Génesis).

Este pensamiento primigenio arraiga con fuerza en el fondo de la mente, de modo que subyace en una parte significativa de la población como la forma, supuestamente real, del universo. Todo ello a pesar de las numerosas imágenes fotográficas o de los documentales emitidos en distintos medios en los que se explican los fundamentos del universo.

Cielo y tierra, presididos por el omnipresente sol. El mismo sol que por estas fechas nos achicharra. Y lo más curioso, tal como he observado en los dibujos de los niños cuando representan a la familia, es que muchos de ellos lo incluyen en la escena que han trazado como si formara parte del grupo familiar.


Como he apuntado, los niños no se suelen olvidar del sol cuando se les pide que dibujen a sus familias. Sin embargo, todos nosotros nos hemos acordado de él y de modo continuo en estas fechas de verano por el calor abrasador que nos llega (aunque de esto último, los humanos somos responsables por las alteraciones climáticas que estamos provocando).

Para que entendamos que esta estrella puede expresarse gráficamente de manera abrumadora, he acudido al dibujo de Teresa, una niña de cuatro años, para la portada del artículo. Es un enorme sol animista, es decir, que piensa y siente como las personas, por lo que le traza los ojos, la nariz (con un círculo similar al de los ojos) y la boca.

Ese sol infantil también puede aparecer en una de las esquinas superiores de la lámina, tal como lo hace Álvaro, que tiene un año más, es decir, cinco. En el dibujo aparecen el pequeño autor, junto a sus padres y su hermano, esperando a que el semáforo se ponga en verde para cruzar en el paso de peatones. Y, mientras tanto, muestra un sol asombrado al contemplar la escena familiar.


Se puede estar tentado a creer que esos rasgos animistas corresponden a las edades más tempranas y que, posteriormente, desaparecen. Sin embargo, siguen apareciendo a lo largo de Primaria, aunque, como veremos, con ciertas modificaciones. Así, el sol estará contento y sonriente si la familia es feliz, tal como se puede ver en el dibujo de Raquel, de ocho años, como si participara de las emociones que la niña manifiesta en su familia.

Sobre esta cuestión, les suelo preguntar a mis alumnos acerca de las razones por las que ellos creen que los escolares representan el sol mayoritariamente de forma animista. Me suelen responder que se debe a que lo han visto en los cuentos o en las películas de dibujos animados. Les explico que es a la inversa: en los cuentos y en los dibujos animados se les hace hablar a los animales que los protagonizan porque tenemos un pensamiento animista muy acentuado en las primeras edades. De igual modo sucede con los dibujos del sol, la luna y otros elementos de la naturaleza.


Bien es cierto que, a medida que se crece, las representaciones del sol se cargan de humor, por lo que se le hace partícipe de las escenas bromistas que los niños pueden plasmar, tal como acabamos de ver en el dibujo precedente.

Es lo que hace Javi, un chico de 11 años, que dibujó a su familia en el campo y, en tono de broma, se muestra montado en una bici persiguiendo a su padre que pide socorro, al tiempo que le indica que pare. Su ‘hermana mediana’, tal como el mismo escribe, se asusta porque ha visto una cucaracha. En este caso, el autor dibuja un enorme sol en el cielo, que, con gafas oscuras, se ríe de la familia que contempla en la tierra.


El sentido del humor aumenta a medida que uno va creciendo. Bien es cierto que ese clima de alegre optimismo debe existir dentro del seno de la familia, pues si no fuera así, difícilmente los autores de los dibujos realizarían escenas de esta índole.

Sirve de ejemplo el dibujo que realizó María Jesús, de 12 años, en la que se representa con su perro ‘Yaco’ que se le va escapando, al tiempo que su hermana mayor y su ‘cuñao’ los observan. Arriba muestra un sol animista, con cara de fastidio, como si dijera “menuda familia la que tengo debajo de mí”.


Cierro este recorrido por las representaciones del sol en los dibujos de los escolares con este tan singular de Javier, de 9 años, en el que se ha representado con su hermano pequeño y su madre portando los tres la camiseta del Barcelona y todos con un balón. También aparece su padre, vestido de verde, ya que es el portero, con otro balón.

Lo más sorprendente es que ha trazado a un sol sonriente con cuatro ojos: tres juntos de tamaño grande y otro por encima más pequeño. ¿Qué ha querido decir este niño con este sol tan singular? Lo cierto es que no podemos saberlo, pues Javier tiene síndrome de Asperger, déficit enmarcado dentro de los trastornos del espectro autista, por lo que no puede dar razones de algo tan singular como el que acabamos de ver.

AURELIANO SÁINZ
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