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HG Manuel | La fotografía (XXIV)


–Ella, era ella –retornó la voz de Cardenal–. Encarnación, sí, no había duda. Vestía unos vaqueros muy ajustados que le sentaban de maravilla; una camisa abierta hasta el ombligo y con los senos… en fin; un collarón de dos vueltas y unas botitas con tacón de aguja; los ojos de ceniza y la boca púrpura… tanta exageración maltrataba esa cara tan noble y tan bonita que Castilla no había parado de buscar. Colofón: una fulana de libro. Pero una fulana postiza, incongruente, rara, casi de carnaval. Y para colmo, la acompañaba un tío mayor con pinta de manejar pasta. Mirábamos y mirábamos sin creerlo; imposible aquel cambio, tremendo. Una chica inteligente, que hablaba con propiedad de muchos temas, en especial de arte, Castilla lo refería maravillado; de presencia angelical, de no haber roto un plato en su vida; muy educada, algo tímida… De verdad, en fin, le digo que al desgraciado le faltó morirse. Ella, que venía de frente, nos vio y tascó el freno. Pienso que había premeditado el encuentro; pero fue tan de sopetón, que ella misma se llevó el gran susto. Sus ojos abiertos, tan abiertos, aún los veo, se fueron a los de Castilla y en ellos se estrellaron. Sentí el golpe, la catástrofe –describía, sensacionalista –, porque fue un choque tremendo de… de… de almas. Presencié el dolor, y que sufría, y que estaba herida en lo más hondo… y tan desesperada como él. Debió arrepentirse, en el acto, de pasar por allí, a sabiendas de que él… ¡En fin! A veces el azar te concede lo que quieres y te hunde. Recuerdo… ¡ejem!, que el encuentro fue delante de una tienda de modas. Ella señaló y le dijo al tipo que entrara y le comprara un sombrerito algo ridículo que había en el escaparate, esto sin dejar de mirar a Castilla con una media sonrisa irónica que era un grito. Imagínenos: él y yo clavados en mitad de la acera, estupefactos, quietos como piedras. Volvió el atildado monigote y ella lo despreció: ya no quería el sombrero, que lo cambiara por un bolso elegido a boleo; y el tío, un cabestro que obedecía como un zarandillo, esto era curioso, agachó la cabeza y regresó a la tienda. Cuando volvió, ella lo cogió del brazo, le dio un beso como el que le da de comer a un perro, soltó unas risas muy sonoras, distorsionadas, muy ordinarias, y se largaron. No sé cuánto duró aquello, pero la sensación fue de… la eternidad consumida en un segundo: Castilla muerto y yo intrigado, creo que el espanto le impedía llorar. Fue un encuentro provocado, lo repito porque estoy convencido. Sí, para una renuncia y despedida en toda regla. Ella parecía que le dijera «Mira y mírame bien: esto es lo que AHORA soy. Ya lo sabes. Así que… ¡largo! ¡Hasta nunca!». Aquello no se podía explicar de otra manera. A Castilla tuve que llevármelo porque era un muñeco. De regreso, mudo y desorientado, pálido como la cera, tomó y tomó sin saltarnos un bar, pagué yo, él no se enteraba, y cuando llegamos al piso cayó redondo. Fue trágico… y simple. Un dolor inesperado y gratuito, a la vez grande y vulgar, absoluto. Esto parece contradictorio pero no lo es; cuanto más… impensado o arbitrario, más tremendo resulta un suceso. Y también le añado, no sé, un daño terrible tenía que haber sufrido aquella chica, el cambio no se explica de otro modo. Nunca volvió a verla, que yo sepa. Yo, tampoco; y mire si he dado vueltas por ahí. A él, lo recuerdo ahora, quizá le sirva, le nació una costumbre que ignoro si ha perdido: daba largos paseos solitarios. Nunca supe a dónde iba, no lo contaba.

Yo escuchaba el episodio, que trascendía el liviano interés de una anécdota, con una incipiente simpatía por el desaparecido, con una rara inquietud. Algún fantasma lejano se propuso invadirme la mañana…

–Volvió a beber –apunté.

–¿Castilla?

–Sí.

–Quizá otro desengaño, ¡je, je! Aunque dos como aquel no le caben a nadie. Usted parece bueno, a lo mejor lo contrato un día de estos.

–Cuando a usted le parezca. ¿Y cómo termina la historia?

Tecleo, chirrido de silla, lapsus, chirrido de silla, tecleo…

Y gasto de paciencia, más paciencia.

–Se centró en sus estudios: la licenciatura, la tesis… Después consiguió una beca y se marchó de lecturer, creo que se dice así, a Norteamérica, a Maine, no sé, y por allí anduvo unos años dando clases de literatura en la universidad. Una fuga de sí en toda regla, es mi opinión. Años más tarde le pregunté por la experiencia y me respondió, literal: ¡Una payasada! No sé qué le ocurriría por aquellas tierras, a él le pareció una pérdida de tiempo; algo me contó con el marchamo de vida estúpida, sin objetivo ni futuro, un ir por ir que desconectó su ritmo, su mundo; no mencionó a la familia porque ya no le quedaba, salvo algún pariente lejano, creo. Esto es lo que recuerdo.

–¿Y no recuerda algo que pueda ser útil para encontrarlo? –a lo tonto, se me escapó la impaciencia.

–Parece que he hablado por hablar, ¿no? –y dejó de hablar. Tecleaba, murmuró algo.

Prieta la mano con el teléfono, permití que la impaciencia me siguiera mordisqueando.

–¡Oiga…! –volvió–. ¿Se le ha olvidado aquello de quién, cómo, dónde y cuándo? ¡Je, je!, perdone, perdone. Verá, en mi profesión me he rozado con muchos policías; también, con algún detective privado, yo mismo he contratado alguno, y sé lo que el mercado ofrece; sin segundas, ¿eh? Pero, si puedo ayudarle en algo, usted dirá, concrete su pregunta, la que me ha hecho es… ¿ambigua? Me obliga a estrujarme la sesera, y es usted quien debe hacerlo. Le puedo dedicar… no más de diez minutos; bueno, ya son casi cinco, enseguida entro en una tertulia política.

También el periodista, como el abogado, me afeaba las preguntas. Y tenía razón; pero estas cuatro, de manual, que él planteaba, aún no había encontrado a quién hacérselas. Un ciudadano corriente, con sus peculiaridades, como todos, que considera a un policía como a cualquier otro funcionario, al que se recurre cuando te sacude la mala suerte o para resolver un simple trámite administrativo, de buenas a primeras desaparece, sin motivo, y nadie sabe dónde ni cuándo ni cómo ni porqué. Todos los amigos de Castilla, incluido el periodista, mantenían con él una relación esporádica, en muchos casos con intermitencias de años, de modo que la información obtenida refería el pasado, con vagas alusiones al presente, a sus actuales circunstancias –salvo la aportación de la profesora, más actual aunque escasa–. Faltaban los detalles, la cercanía, la inmediatez…Paso a paso tenía que ir acotando el terreno; buscaba la senda y la vibración del hallazgo, un tanto a ciegas, como el zahorí. Solo tenía un montón de cromos viejos, desfasados.

–Pues entonces, probemos, a ver si atino –continué, en tono jovial o parecido–. ¿Le conoce alguna relación? ¿Costumbre inveterada? ¿Un sitio especial, favorito, que visitara o al que le gustaría o tuviera proyectado ir? ¿Enemistades, amenazas? ¿Cuándo vio o habló por última vez con el señor Castilla?

HG MANUEL

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