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HG Manuel | La fotografía (XVII)

–¡Ay, presidente, presidente! ¡Francis, Francis, Francis! ¡Estoy tan emocionada…!

“El ataque, si lo era, me pilló desprevenido: no entendía el porqué…”.

Prieta la desbordante pechuga, cadena con pedrería adornando la robusta tersura del cuello, se entremetió una matrona de talla extra grande; nos envolvía la nube de su efluvio dulce y atormentado de madreselva y canela, y ya le arrebataba la mano al señor Flores con sonaja de pulseras y vuelo de muselinas.

–¡Es una noticia tan, tan maravillosa, tan emocionante! –pregonaba con labios gachones, y el rendido entusiasmo atraía la mano hacia la carnosidad del escote, pero el brazo del señor Flores no daba para tanto–. ¿Nos contarás con todo detalle la aventura, verdad?

El señor Flores capturó al vuelo una sonrisa y la exhibía en la boca como un camafeo. Con gran agilidad se tropezó y se levantó; muy cortés y estirado, tomadas las manos con afectuosa firmeza, pulseaba con la giganta.

–Por supuesto, Tonita, en cuanto termine…

–¡Ah!, ¿ya sabes? –cedió ella en su dominio–. ¿Recuerdas el trámite del Marquesado de Cuellopelado, que afecta al título, teórico para algunos y muy cierto para mí, de la familia materna de mi marido? –Sí, sabía: lo afirmó y reafirmó con vertiginoso cabeceo–. Pues noticia: YO he buscado, YO he rebuscado y YO he encontrado un libro de fábrica, de nuestra parroquia de toda la vida, en el Archivo Diocesano. ¡Y contiene varios apuntes que me dan la razón! ¡Tienes que venir a casa! ¡Te lo enseño! –se entusiasmó, y al confianzudo manotazo en mitad del pecho temblequeó el señor Flores.

–Cómo no, Tonina, iré con sumo gusto –se recobró del sopapo con presto arrobo.

–¡Ay, perdón, perdón, perdón, cuánto lo siento! –se desoló la matrona como si se le hubiera caído una porcelana de Vista Alegre.

–¡Qué ocurre, qué ocurre! –se alarmó el presidente.

Pero fue un suspiro.

–Os he interrumpido. No me había fijado aquí, en el señor –y aquella mujerona me observaba con simpática lejanía, desde mucho más allá de su estatura, incluso del lugar dónde estábamos.

–¡Cómo se te ocurre pedir perdón, preciosísima! No interrumpes nada… –la consolaba el otro aliviado, con generosidad prestada, palmeándole los anillos de la gordezuela manaza–. ¿Por cierto, dónde tienes a Palestri?

–¡Ah!, mi caballero está encantadísimo con nuestra aportación. Mira, conversa con los Ruisoñado. Pero tiene un interés grandísimo, pero mucho, mucho –se irguió hasta la tiesura y retiró las manos para capturar un diminuto bolso de piel esmeralda, a juego con la turgencia de su vestido, que ya se le escurría por la bronceada molla del brazo.

–Pues enseguida estoy con vosotros –saludaba el señor Flores a la lejanía.

Yo torcí el cuello para distinguir a un terceto donde un estirado en traje marengo aprovechaba al máximo su menguada estatura e imponía con creces y a ojos vista la exuberancia de su personalidad; alzaba el hombro y movía la manita con ademán enérgico dedicado al señor Flores.

–Ay, sí, bien, muy bien, pues tendremos paciencia –se desoló la giganta. Se iba pero se giró hacia mí–. Y usted perdone, ¿eh?, por interrumpirlos –me dio la impresión, que la disculpa era simple curioseo, una excusa para ojear al anómalo que hablaba, no sabía de qué, con Francis.

Ella se alejó con frufrú y balanceo. Y el señor Flores, henchido por el halago, volvió a su asiento, cruzó la pierna, se cogió la rodilla con ambas manos y se me quedó mirando, apacible; rezumaba una franca ironía. Prosiguió lo interrumpido como si aquel torbellino de señora hubiera sido brisa ligera.

Yo me frotaba el cuello: dada mi posición, la curiosidad continua me obligaba a forzarlo.

–Para un detective es importante no formarse una idea equivocada, ¿no le parece?

–Sí, así es –repliqué, como el que va a tientas, presto a cualquier salida–. Pero siempre es mejor tener una idea que ninguna, aunque en principio no sea correcta –añadí, por aportar algo.

Asintió él, en apariencia acorde conmigo.

–Lo siento; le he visto observar a los invitados, incluidas Totina y Palmira que, créame, son dos personas sencillamente maravillosas. Estoy seguro de que ha notado que todos vestimos con cierta formalidad, ¿no?

–Eso me ha parecido –repuse, y pensaba: «Éste ya me filaba cuando me interceptó la catedrática».

–Y tal vez se ha imaginado algo acusatorio, casi grotesco, de actitud clasista, ¿no? –insistió.

El ataque, si lo era, me pilló desprevenido: no entendía el porqué, tal vez captó una entonación equívoca en mi anterior respuesta, quizás no le había gustado mi modo de mirar a la exuberante entusiasta, o había reparado en mi chaqueta para todo trote; sea lo que fuere, me rehíce enseguida, a pesar del origen cabezudo de mis molestias.

–No lo crea –repuse–, mi imaginación es muy modesta, ni de lejos se acerca a la de un monaguillo.

Comenzaba a empeorarme el humor, tenía el aguante perjudicado tras los vermús con Hernández.

Pero el señor Flores ya se estaba sonriendo, con una picardía tan chispeante que la volvía ingenua. Se echó hacia atrás, se apoyó en el codo, estiro repetidamente los labios como si besuqueara a un fantasma y se entretuvo con la rubia estela de la catedrática, que recogía frutos silvestres en el animado bosque de los asistentes

Yo, revirado en mi asiento, podía admirar el portentoso despliegue: siempre dinámica, siempre atenta, siempre discreta, insinuante o circunspecta; aparecía y desaparecía su chaqueta azul… El señor Flores me explicaba a modo de folleto algo que no me concernía.

–Como sabe –yo no sabía nada–, el Casino ha tenido la generosidad de cedernos algunas salas. En total superamos la treintena los aquí reunidos, y tiene su porqué. Hoy debo narrar la peripecia… no, es más exacto dar cuenta, porque he de recitar cifras, señalar fechas y presentar facturas, del hallazgo y posterior rescate de un importantísimo lote de documentos históricos, y se ha invitado al acto a la excelentísima señora alcaldesa, al señor concejal de cultura, al director del patrimonio, a los patrocinadores, alguno llegado ex profeso del extranjero, a los representantes de dos fundaciones creadas por sendas entidades bancarias, algún director de comunicación, algún editor, a los miembros de la junta directiva y a los tres socios fundadores, amén de consortes, etcétera… –ostentó con pausa el desgrane.

–Una buena cosecha –rezongué.

–Oh, excelente es más adecuado –se cogió las manos y entrelazó los dedos sobre el pecho, signo de beatitud que mitigaba el superlativo. Insinuaba el gesto algo, un añadido, que no supe si era indicio de vanagloria por el deber cumplido o simple habilidad para soportar el hastío–. Y le hará comprender la relevancia del acto.

Fingí calibrarlo y que sí, que ya me enteraba, me hacía cargo.

–El interés de cada uno de estos grupos –deslazó uno de los dedos para señalar vagamente a los que se movían–, salvo el cotilleo corporativo, es diverso. Coincide, empero, en que no es la aventura ni el proceso de investigación que ha culminado con la recuperación de tan valiosos documentos, tampoco está en su importancia ni en su valor históricos, que yo acreditaré esta noche. Nadie se siente a gusto con la cultura: estorba tanto como la verdad, salvo a sus profesionales, que la emplean como instrumento de influencia o de propaganda; pero, si la ocasión obliga, todos firmarán que la necesitan. Le hago esta observación porque…

–Perdón, ¿molesto?

HG MANUEL
FOTOGRAFÍA: JES JIMÉNEZ

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