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HG Manuel | La fotografía (XII)

Tras el soportal, y sus columnas con los bajos renegridos por las iterativas meadas de perro, en el amplio ventanal arqueaban en rojo las despintadas letras de su nombre: Café Los Claveles. El local parecía remozado, tenía buena pinta. Eso, si no te fijabas en los estantes del aparador: un vaho de churre empañaba la botillería y envilecía las etiquetas, ni admirabas el adorno geométrico de la solera: moteado por el tizne de mellas y picaduras, ni te encandilaban los barnices del mostrador: una fina línea de costra sellaba uniones e intersticios, ni suponías alarde en la esponja que asomaba por las costuras del tapizado. Aunque puede que yo fuera un tiquismiquis.

“…inundado por la luz, donde lo inmóvil fluye en infinitas superficies de movientes planos…”

Ahí estaba, Hernández, recostado contra un taburete, el codo sobre la altura de barra, sin nadie que le estorbara o me confundiera, tal como había indicado: camisa clara, suelto el botón del cuello, y cazadora azul marino, «con brillos en los codos» añadí. Lucía, es un decir, raya en el gastado pantalón vaquero, y blanco impoluto en las deportivas desfilachadas. Sostenía un vaso a media asta con algo oscuro dentro. Me detuve a contemplarlo, para hacerme una idea antes de acercarme. Una tilde cargado de espaldas, tiraba a alto y a delgado; de cejas anchas, tez blanquecina y bigote gris en herradura que le tapaba los picos de la boca, sus rasgos de gracia alicaída insinuaban orgullo (bastante vapuleado) bajo la pelambre acaracolada en erupción de cenizas. Sus largas pestañas le entrecerraban los ojos y ofrecía la impresión de estar dormitando. Pero no; levantó la mirada y atisbó algo que lo mantuvo lelo: una sombra, la nada quizá, tal vez un recuerdo (o puede que el vuelo invisible de cualquier insecto) sostenido en el infuso armazón del aire. Un parpadeo súbito lo recuperó del embeleso; un par de guiños y empinó el codo; le subió un eructito y le voló un suspiro, vete a saber dónde.

El local era grande y tranquilo, con reposo de lámpara antigua y hálito promiscuo: su débil sofoco de orina, lejía y pino sintético. Allí el silencio roncaba despatarrado, y el camarero: chaqueta blanca y corbata negra, puño en la oreja, dibujaba musarañas sobre el círculo de su bandeja; al fondo, en la penumbra cercana a la puerta entreabierta de los aseos, de cara al tedio de la tarde en la plazuela y rodeados por mesas con damasquinados y sillas de respaldo alto, tres vejetes agonizaban con mucho comedimiento en un cómodo sofá de piel avellanada. Pensé que debía acercarme con andar quedo, para evitar algo grave: romper aquel encanto de muermo y provocar un repullo con suelta y estrellamiento de vaso.

Me presenté y no hubo percance; más bien me sorprendió Hernández con su brío al estrecharme la mano. Acto seguido despabiló con repique al camarero: «¡Lolín, Lolín!» y me invitó a beber. Le acepté lo mismo, pero sin ginebra y con terrones de hielo. Él apuró y repitió su vermú reforzado; después, entonó o recitó o invocó, para sí:

¿Sobre estas piedras qué hago? ¿Qué hago más tiempo? ¿Qué hago?
Con este hondo vacío de caracol desierto
Me da dolor de no gozar bajo los astros
y quedarme rodeado de botellas vacías
¡Qué tristeza supura mi sangre celestial!


Y desplazado por el aire el desmañado jeribeque de la mano, posó en mí el luciente caramelo de sus ojos.

‒Rezo un Carlos Edmundo de Ory. ¿Lo conoce?

Me encogí de hombros.

Él afirmó varias veces con la cabeza, meditando mi respuesta. No llegaría a gran cosa, porque la inmediata fue besuquear el vaso.

‒Bueno, qué, ¿ya sabe algo? ‒se animó.

‒He empezado hoy.

‒Ah, claro, claro.

‒Más bien quiero que me diga usted.

‒Sí, claro, por supuesto. Pregunte, pregunte.

Y pregunté.

Retrepados en nuestro respectivo taburete, le dimos al trago durante media hora. Vinieron aceitunas y llegaron anchoas en compañía del vermú, más y más vermú, que yo consumí remolón, por deferencia; así iba la cosa.

–Nos alarmó Elvirita, la profesora. Muy puntillosa, y sabia, de buen corazón. Ella tiene esa capacidad maravillosa de hacerse oír, no es mi caso, y dio la alarma. Comenzó con las llamadas y hubo sus pegas, algún desaire también, ella lo cuenta de un modo místico o angélico; como estuvo en la India, pues… le ha quedado un poso de paciencia contemplativa. Pero consiguió reunirnos a todos, o casi todos, los de siempre, aunque luego, la vida… ¡Todo vuela! ‒le soltó un sopapo al aire‒. Después se planteó la necesidad de una aportación; el detalle lo sacó Perals, que para eso se las pinta… y aportó cada uno lo que puede. Por eso está usted aquí. Mi parte, testimonial, de mucho testimonio reafirmo y reitero, le soy sincero –enserió la cara–, se materializará en cuanto coloque un par de trabajos. Verá, se lo voy a contar, para evitarle esa incomodidad de la pregunta, quizá le sirva. Mire, Castilla y yo estamos enfadados –se me estiró la antena–, ni nos vemos desde hace años –la antena se bajó–. La amistad, la buena, la de verdad, no se elige, es como la piel, ¿sabe?, crece y se arruga contigo y no puedes arrancártela, por mucho que te pique, se enferme o te duela. Él será siempre mi hermano, pero no nos hablamos, ¡chitón! ¿Sabe por qué? –aspiró con hondura lo que semejaba resignación o paciencia, o escocido rencor; todos, sentimientos vulgares, de mucho uso, antiguos–. Primero he de decirle que yo vivo en un apartado, no local o temporal, no. Tampoco es aquello que expresó Ciorán: Tanto me colma la soledad que la mínima cita me resulta una crucifixión. No, no se dé por aludido –posó la mano en la manga de mi chaqueta–; tampoco hablo del incordio de la gente, que lo es. Yo me muevo entre planos de colores; el color tiene distancia y contenido, compone y dispone el espacio. Éste, este espacio ‒dibujó el aire moviendo un dedo‒ inundado por la luz, donde lo inmóvil fluye en infinitas superficies de movientes planos, yo lo circulo, buceo su transparencia entre manchas, y no se imagine la posidonia con su vaivén de pradera marina, tan sensible al ruido, como yo, y surgen gradaciones, tonalidades… cada tonalidad desintegra sus límites, ¿sabe? Entonces, situado, uno siempre está situado, contemplo esa variación infinita desde mi espina: mi vértice, ¿comprende? –y comprendí: afirmé, para que siguiera o no, según–, y te quedas ahí, fuera de lo diario, de lo que sucede, porque ya estás en otro mundo, el mundo de las formas: ahí el umbral de la ilusión, si te atreves a entrar estás perdido –me advirtió sujetándome con blandura la solapa–, el de las tensiones y distensiones que ellas contienen y emplean, me refiero a las fuerzas que atraen y separan, combinan y discuerdan. La pintura es representación, lo comprende, ¿verdad? –yo lo comprendí de inmediato–, y no hay representación si en ella no penetra el tiempo y queda, he aquí lo importante, atrapado, de modo que usted pueda entrar y vivirlo, una y otra vez, en cada mínimo detalle de su y la circunstancia. Digo que si hace sol, truena o relampaguea, usted coge el paraguas o no, elige ropa ligera o de abrigo; pero también usted se va de vacaciones o trabaja… Son decisiones aptas para el humano corriente, afectado por los rigores del clima, sí, pero no por el color. El color es el testigo, único testigo, el testigo total, el testigo de la vida: él la muestra. Añada barniz, cada cual emplea el suyo y en él deambula; el mío, le doy un ejemplo, tiene el saturnino matiz: un gris fugitivo… –se descaminó un poco y añadió algo que no entendí, quizá se justificaba, arrepentido de haberme desvelado una confidencia. Pero enseguida recuperó el hilo–. Mi vida transcurre fuera de la naturaleza, quiero decir de sus ciclos. Yo me consumo sin su voluntad. La voluntad de la naturaleza es repetir, crear y repetir: su rutina, rutina y más rutina –rodó la mano–, hasta el agotamiento. En su pureza, quiero decir, a ver si nos entendemos, es inercia y no evolución, la evolución es la enfermedad de la rutina: crea monstruos, Goya ni los imaginó, no se atreva a discutirlo –no me atreví– y la inercia se gasta. Se gasta y consume. A mí –se clavó el índice en la pechera–, que soy porque es quien está, me va consumiendo –recogió los codos y chupó el moflete–, igual que una vela. ¿Tiene voluntad la vela? No, ni la necesita. Pues yo, tampoco. Ardo porque existo. Arder… ‒sopesó con la zurda, abierta‒. Luz… ‒sopesó con la otra, agravada por el vaso‒. Consunción… –ofreció un cáliz con ambas–. ¿Me sigue? –yo lo seguía, cómo no–. A Dios se le dibuja aureolado porque la luz todo lo crea, es divina. Consecuencia: los colores se imponen. Y si usted cae en el charco de una mancha… –me miró y no sé qué vio–. Dejémoslo, es largo de contar.

HG MANUEL
FOTOGRAFÍA: JES JIMÉNEZ

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