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Antonio López Hidalgo | Rebeldes

La escritora británica Doris Lessing, que obtuvo del premio Nobel de Literatura en 2007, y que siempre vivió a contracorriente, escribió sobre este compromiso personal de nunca dejarse avasallar por las normas impuestas y por las modas execrables. Y decía: “Ser rebelde lleva la vida entera,/ borrarte los privilegios de la piel,/ inscribirte en la soledad del desacuerdo,/ dejar atrás a los usurpadores.../ No hay premio a una rebelde/ más allá de poder regar sus flores en el tiempo que apropia,/ salir a dar de comer a las aves una mañana donde el capital devora,/ sonreír con los dientes maltrechos ante la desventura del desayuno,/ ser indigente en la casa que nadie sueña.”


Las Navidades siempre son un recurso propicio para hacer nuestras las reivindicaciones de un rebelde, como crisálidas que esperan inmóviles y expectantes encerradas en el capullo a que las fiestas se desvanezcan. Es imposible huir del bullicio universal en que nos meten estos días, ausentes de nuestras reivindicaciones y tal vez de nuestra identidad más honda y protegida. Entre la rebeldía de correr hacia nosotros mismos o someternos al ritmo de la pandereta y la botella de aguardiente, siempre existe la posibilidad de someternos a un tercer grado y purgar los pecados que nunca cometimos. La culpa, ya se sabe, es axioma de una cultura que nos impusieron y que fue la nuestra.

Estas fechas, no cabe duda, pueden servir para hacer lo que cada día añoramos llevar a cabo: cerrar la puerta, apagar el móvil, abrir una botella de reserva, mejor de gran reserva, mirar por la ventana, ausentes, para oír el frenesí impostado de los demás, y después abrir un libro –antes que encender el televisor– y buscar nuestra alma entre esas palabras que otros que escribieron para nosotros sin conocernos, pero que acertaron en las tildes bien colocadas –que no es poco–, las comas entreveradas, las metáforas pulidas y las verdades desnudas.

Ser rebelde estos días solo podría ser un anticipo de otro tiempo venidero en que ya no cabrán la bipolaridad, las propuestas impuestas, las citas atrasadas por incómodas, el mal de ojo a la esperanza. El fin de año solo anunciará el inicio de otro nuevo y las calles volverán a ser transitadas por ciudadanos ausentes que huyen de la covid, de los impuestos, de los jefes cabreados por norma y de los matrimonios calcinados. A veces, en una esquina, cada uno de ellos de se detiene, entra a un bar con las puertas cerradas y adentro el ruido de otras músicas satánicas les hacen olvidar las nanas de los villancicos impuestos por tantos días de alegría obligada.

La Nochebuena, ahora que cumplimos muchos años y los padres nos dejaron solos en el mundo, se nos antoja un disparate desproporcionado, cuando sin ellos ya no hay familia, ni cena pantagruélica, ni ese aire de un tiempo acabado que no está. Es difícil sumarse a esa solidaridad de quienes todavía viven el auge de hijos protegidos más allá de asumirlo como un sueño roto, extraviado en los recuerdos compartidos de otros días tan benignos cuando todavía éramos tan jóvenes. Jóvenes, éramos tan jóvenes, rezaba la letra de la canción de entonces, cuando nosotros solo éramos adolescentes emergentes que buscábamos un lugar en ese mundo de enigmas que todavía alimentan nuestra rebeldía apagada.

Pero basta con volver la mirada un tanto atrás, tampoco demasiado, para entender la fugacidad de la vida, el ímpetu de la juventud, el sentimiento volcánico del amor, la opresión de un abrazo cuando se busca y nos atrapa, el beso sutil que marca un antes y un después, que nos despide de un manotazo de una etapa de la vida que se fue para siempre, y de una rebeldía que, a partir de entonces, buscamos como una seña de identidad maltrecha y socavada por el despiste del infortunio. No obstante, va quedando, a nuestro pesar, un poso en cualquier poro de nuestra piel por donde se filtran aires nuevos de cambio, esa imposibilidad de tener que someternos a otras leyes opresoras. Siempre, quién lo diría, cuando despertamos, aunque hayamos traicionado todas nuestras más tiernas esperanzas, alcanzamos a vislumbrar una ranura por donde escapar de nosotros y a nosotros mismos.

Lessing, que siempre fue rebelde, escribió en el mismo poema: “Las rebeldes saben de qué están hechos los premios,/ rechazan los mendrugos que lanza la mano del opresor./ Una rebelde tiene como único premio la vida, porque de ella nadie se apropia, en ella/ nadie la usurpa,/ porque es la única tierra propia de cada rincón donde duerme./ Su rebeldía alcanza siempre a cobijar el desánimo del progreso/ y si de paso una rebelde tiene la alegría en soledad, ha vencido al mundo.”

Esta noche, o estas noches, si acaso estamos solos, y no nos sentimos solos, tal vez andemos más cerca de nosotros mismos, hurgando una herida que ya no sangra y que amamos, que nos reconforta, que ayuda a limar las asperezas cotidianas de una vida que no es tan bella como quisiéramos, pero que tampoco entorpece a nuestro ánimo cuando este pretende construir o ha construido un universo paralelo donde los villancicos anidan congelados en las fonotecas, las estrellas solo brillan en el firmamento, el anís seco también se bebe en agosto –con mucho hielo, eso sí–, donde una mujer te mira y te cambia la vida, y el nuevo amanecer se agradece como el mejor regalo que los Magos te dejaron en el balcón la noche anterior, y, entre unas dudas y otras, la rebeldía crece y crece para nunca dejarse vencer, para alimentar la inanición del desprecio de otros y la contundente voluntad de aprender, y de saber, que cada día puede ser nuevo y distinto, cegador, fulgente, avasallador, la primera página de un libro todavía por vivir y por escribir.

Ahí andamos.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO