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Antonio López Hidalgo | De cómo vigilar los sueños

Rita Levi-Montalcini, neuróloga italiana que descubrió el primer factor de crecimiento conocido en el sistema nervioso, investigación por la que obtuvo el Premio Nobel de Fisiología o Medicina en 1986, compartido con Stanley Cohen, advertía: "La cabeza: Hay quienes la bajan, quienes la esconden y quienes la pierden. Prefiero a los que la usan". Dicho así, de manera general, la frase nos resulta ingeniosa o extraña. Aplicada a nuestra vida en pareja, es una sentencia lapidaria. La vida en pareja tal vez sea la gran mentira que nos enterrará. Asumir ese fracaso, en cierto modo, es reconocer que esta es imperfecta o incómoda.


No ocurre nada. Hasta que un día estalla el mundo. Él o ella dice que se va, que no es feliz, que todo se acabó, cuando nada se acaba del todo. Pero, a veces, hay que reconstruirse desde los escombros, asumir que siempre hubo una voz apagada incapacitada para gritar, para decir estoy aquí, este es mi tono, mi voz, mi identidad. Después de tanto tiempo de silencio, nada queda. Cualquiera es capaz de asumir nuestra propia voz, hablar en nuestro nombre y por nosotros. Pero las tormentas suelen romper todos los tabiques y ahuecar las habitaciones amuebladas. Son tornados sin ton ni son, que nunca supimos ver y vimos y que, de golpe, se hacen presentes, subimos la cabeza escondida durante tantos años y se muestran como son, como nunca supieron o supimos que eran. Y ya no amonestan, sino que imponen sin retorno, fumigan las malas hierbas, dicen adiós sin otra probabilidad. Alzan la cabeza, y ya el pasado es una masa deconstruida.

A veces, escondemos la cabeza, porque el mundo no nos gusta, porque acá adentro el frío se insinúa más benigno que adverso. Pero la cabeza igual guía que engaña, igual rompe que construye. El avestruz también esconde la cabeza. El avestruz insinúa un camino que engaña. Un día, cualquiera, asomamos la nariz, y el paisaje es otro. No desde ese momento, sino desde mucho antes, cuando nos escondíamos del vendaval que no existía y de las lluvias pertinaces que carcomían otros paisajes que no eran el nuestro.

En otros momentos, hemos perdido la cabeza. Razones que justifiquen la contienda, las hemos esbozado sin contratiempos y argumentado a nuestro placer durante años. Pero para ese entonces, la fiesta ha apagado las luces y afuera nadie nos espera. No hay confeti en las calles. Y es entonces cuando las justificaciones se nos caen igual que la resaca se diluye y nos dejan los ojos desorientados y la mirada muerta. De golpe, la casa es un espacio deshabitado e irreconocible, que no parece nuestra. Medimos las distancias en la memoria, con la pretensión inútil de adivinar cuándo nos cambiaron el paisaje perdido. Pero tal vez haya sido al revés: nos fuimos y a la vuelta ya no quedaba nadie acá.

En cualquiera de los casos, es entonces, mirando a lontananza, cuando nos apercibimos del caos que nos aísla o nos entierra. Usar la cabeza ya para qué, piensa cualquiera. Tal vez para no sucumbir del todo en el lodazal del encubrimiento. Dos no es igual que uno más uno, cantaba Sabina. Cómo lo sabía. Ahora ella rompe los espejos, las tarjetas postales, las palabras a medio decir, los momentos únicos, sellados son selfis imposibles y poemas desajustados en sus metáforas. Ahora, de golpe, se suman los desvaríos y los despropósitos, los desencuentros, las distopías, las noches vacías, el amanecer incierto.

Ella lo sabía, pero cualquier ignora los designios nunca escritos, la sospecha remota de que el mundo, amañado con las propias manos, pueda reventar de golpe, sin ton ni son. Como si la otra persona con la que compartíamos la vida, sin aviso previo, se levantara sin permiso del rincón que le habíamos adjudicado y, durante años, después de haber aceptado sin remisión su espacio en esta relación, se desplaza para allá y para acá sin saber nosotros por qué y solo acierta a decir me voy. Me voy para siempre.

Ocurre cualquier día. No es festivo. No hay nada especial en la jornada que celebrar ni de lo que quejarse. Pero él va y le dice a ella: me voy. Sin metáforas. Sin justificaciones. Ella no pregunta, porque sabe. Todos sabemos. Ella se mete en la cama. Deja los días pasar. La vida es así, como la fiebre. Hay que dejarla pasar. Enfriarla. Pero la vida va a su ritmo, sin tener en cuenta el dolor que deja a su paso ni el barniz con que escondemos sus secuelas. Ahora ella sabe que las posibilidades de reconstruir los escombros de sus descalabros son ninguna. No se asusta. Porque sabe también que la cabeza es capaz de asumir sus derrotas y de proyectar otros desvaríos.

A veces -pensar solo pensar-, se detiene en algunos días que la hicieron feliz. Fueron pocos, es verdad. Ahora, por el contrario, esos momentos se hinchan como globos ocupando un espacio inusitado. Se culpa de los desarreglos imposibles de reconstruir, le duele el vacío que la lleva a una calle sin salida. No le importaría volver, para nada, volver a la vida usurpada para siempre. No sabe cómo ocurrió, o no quiere saber. La noche es oscura, como siempre fue, pero ahora en su oscuridad no caben tantos días que no sabe cómo colocar para que no se tropiecen con los sueños apenas usados. Solo es un momento. Después se sume en un sueño ancho y desconocido del que no quisiera despertar.

No sabe que, al otro lado de la habitación, alguien que no duerme, vigila sus sueños.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO