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HG Manuel | La fotografía (I)

Sí, podía estar en mi desangelada oficina, mano sobre mano, calentando el poliéster de la silla, atisbando por la ventana y a la espera, como el taxista en la parada de una calle desierta; o bien, oreándome al solecito mañanero, frente a la compasiva lejanía de olas y nubes, soportando la reiterada tontería del viento con mi pelo, puesto el oído en el perezoso batir del agua, su acompasado rumor contra la arena… en Playa Golondrinas, un sitio al que solía ir los días de inercia (así los llamo porque te recoge el débil impulso que los lleva y luego te abandona en el charco oscuro donde acaba), para trotar por sus veredas entre gramas, bufalagas y rodales de pinos, siempre lejos de aquel brote blanco y duro de las incipientes urbanizaciones.


Pero, no.

Yo estaba en la sala de mi casa.

Y ocupado en algo importante: admiraba el cristal. Su utilidad, tan bella.

La soledad, muy formalita ella, se había sentado a mi lado y respiraba en silencio, muy atenta a lo que yo hacía.

Apuré el último trago de agua, clara, pura, insípida, y giré el vaso, complacido en el juego de la luz que anidaba en las pequeñas gotitas o se posaba en mis dedos y más allá: fraccionaba en destellos el fondo azulado, las rayas del faldón de mi camisa. Bonita transparencia, tacto delicado y mente ociosa para entretenerse con algo tan frágil, tan inerte.

Quizá esperaba el espejismo: revivir uno de mis ayeres, cualquiera entre los favoritos…

Sonó con mucho ánimo el teléfono.

Casi me costó estirar el brazo.

Creo que necesitaban un detective tirando a económico, digámoslo así, porque se habían tomado la molestia, sigamos diciendo así, de fijar un coste adecuado para un trabajo sencillo. Según este juicioso criterio, corrió la lista de agencias –no muy larga, por cierto– y al final, tras duros tiras y aflojas entre demasiados síes y noes, y con la decepción del último recurso –de todo se entera uno–, apareció mi nombre y en él se detuvieron, porque acepté el encargo sin oponer pega ni discurso. Es lo que tiene estar a ruche, en blanca, a dos velas, a verlas venir.

Por eso se me podía ver, a primera hora, orillado en la acera ante la persiana de aquella puerta (al poco, se enfilaron detrás de mí un jubilado que murmuraba y negaba con mucha preocupación, y una peluquera nerviosa, que parloteaba y manoteaba con un teléfono en la oreja, muy quejosa con el día: ya, de primera hora, no le daba, porque la visita a una cliente, impedida, para peinarla, le retrasaba el tocado de una novia, con el desespero, además, de los apliques, pinzas, horquillas, perlas, florecitas…), esperando a que alguno de los fulanos que se movían dentro se acercara a darle la vuelta al cartelito: CERRADO.

Debía encontrar a un hombre, un profesor, desaparecido desde hacía meses, sin mediar motivo, justificación o aviso, y del que no se tenía la menor noticia. Para atender tan excepcional asunto, causa o anomalía se había creado un fondo de ayuda que supervisaba un abogado y administraba el director de un pequeña sucursal bancaria cercana a mi oficina y en la que yo nunca había entrado.

Ese dinero, resultado de un acuerdo entre amigos ‒admite el formato todo pelaje y condición‒, se mantenía con el único propósito de conocer lugar, estado y situación de un tal señor Castilla y, dado el caso, remediar cualquier urgencia o precariedad.

El tal director, un altanero bajito, gordito eficiente de maneras suaves y amabilidad profesional –se notaba a sus anchas y en expectativa de ascenso–, me introdujo en un cuchitril con mesa y dos sillas y me sometió a una rápida evaluación en los términos previamente acordados.

Finalizado el trámite, me entregó una delgada carpeta de cartulina marrón con informes, formularios y autorizaciones, más o menos prescindibles; también, una cajita de cartón que contenía un juego de llaves. A continuación, cedió una esquina del pequeño escritorio para que examinara en detalle aquellos papeles y me abandonó cosa de un cuarto de hora.

Lo vi a través de la cristalera atropellase hacia un recién llegado de aspecto valioso que paseaba a trecho cortito entre el desespero de la peluquera, que conseguía alcanzar el mostrador, tras la gestión del anciano: «…cobras y ya están los buitres picoteándote la miseria de paga» venía rezongando, y los biombos de los tres desventurados que tecleaban sin pestañeo, embebidos en la pantalla de su terminal informática.

El caballero debía ser persona influyente, a juzgar por el zalamero encanto que emanaba del gordito, bastante untuoso. A mí, como cualquier bendito que acude para domiciliar un recibo, depositar una modesta cantidad de dinero, solicitar un préstamo o escuchar la lisonjera oferta (siempre asequible) de algún producto bancario, nunca me han recibido con tanta miel.

Continuará...

HG MANUEL
FOTOGRAFÍA: JES JIMÉNEZ