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Aureliano Sáinz | En pos de la felicidad

“Y si le parece bien, ahora pasamos a la última pregunta: ¿Es usted feliz?”, le apunta la entrevistadora a Federico, que había aceptado ser encuestado sin que tuviera muy clara la finalidad de esa ristra de preguntas a las que ingenuamente se había sometido y que la joven, con cierta astucia comercial aprendida, le había asegurado que solamente emplearía un par de minutos.


“¿Cómo? ¡Pues claro que soy feliz… Faltaría más!”, respondió sin pestañear y con un mohín algo irónico. “¿Acaso no sabes que todo el mundo es feliz por definición? ¿No has visto lo felicísima que es la gente que aparece en los foros y redes sociales?”.

Con cierto mosqueo, el entrevistado comenzó a alejarse. “¡Vaya pregunta!”, se decía a sí mismo. “Esta chica todavía no se ha enterado que nadie quiere que lo tomen por un desgraciado. No hay más que entrar en Instagram para ver lo feliz que es todo el mundo. ¡Como si no estuviéramos suficientemente jodidos con el dichoso coronavirus, el cambio climático y todas las nefastas noticias con las que cada día nos desayunamos!”.

Aunque no tenía excesiva prisa, tampoco quería llegar tarde a la cita que había acordado con Charo en la terraza del café-bar El Gaucho que regentaba un matrimonio argentino cercano al instituto. Allí se solía encontrar con compañeros para charlar de cualquier tema que surgiera o que habían decidido previamente, puesto que, aparte de que servían un exquisito café, el lugar era lo suficientemente tranquilo para que el ruido no apagara las voces que se entrecruzaban en la plática.

En esa ocasión, sin embargo, se había citado solo con su compañera de literatura, ya que el resto no estaba disponible por distintas razones que habían esgrimido.

Federico había metido en su pequeña mochila Humano, demasiado humano, de Nietzsche, autor que le apasionaba y que por todos los medios, como profesor de Filosofía, intentaba que sus alumnos lo leyeran. Esos mismos alumnos que a sus espaldas le llamaban El Fede, pero que a él, conocedor de tal apelativo, no le importaba, ya que se sentía orgulloso de portar el mismo nombre (claro está, en castellano) que el del gran pensador alemán.

Precisamente de ese ejemplar tenía subrayadas bastantes frases. Pero en esos instantes le venía a la mente aquella que enlazaba con la pregunta que de modo tan trivial le habían hecho, y que decía lo siguiente: “El destino de los hombres está hecho de momentos felices –toda vida los tiene– pero no de épocas felices”.

Ya estaba cerca del lugar del encuentro, cuando notó que una mano se agitaba desde una de las mesas señalándole el sitio exacto en el que le estaban esperando.

“¡Hola, Fede! ¿Qué tal? ¿Cómo te ha ido la semana?”, le pregunta Charo, al tiempo que le acerca la silla. “Bueno, siéntate aquí al lado, y ya me podrás contar tranquilamente cómo has pasado estos días”.

Al momento, Federico llamó al camarero para que les sirvieran dos cafés: un cortado y el otro descafeinado con leche caliente. Sacó de su mochila y puso encima de la mesa el libro de Nietzsche, al tiempo que de sopetón le suelta: “¿Tú sabes qué es la felicidad?”.

“¡Como no lo sepas tú, que te has leído todo lo habido y por haber del genio alemán!”, le respondió, conocedora de las repentinas preguntas con las que le asaltaba su compañero de filosofía. Por otro lado, por el tono con el que le respondió, le indicaba sutilmente que estaba dispuesta a hablar del tema, ya que, a fin de cuentas, el encuentro no tenía más finalidad que la charla distendida entre dos amigos.

Charo, aparte de su carácter vitalista, jocoso y poco dado a las quejas, tenía como característica el que solía acudir a algún aforismo o alguna sentencia a los que era tan aficionada y con los que resolvía los dilemas existenciales que su compañero le planteaba de vez en cuando.

“Sé que no te gustan las frases cortas”, continuó, “y que prefieres los argumentos bien razonados. Menos aún si esas frases provienen del mundo de la literatura, ya que imaginas que esta gente suelta lo primero que se le viene encima con tal de epatar. ¿Te digo un par de ellas?”.

Federico la mira en silencio, como dando la aprobación, aunque espera que esta vez no cite a Vargas Llosa ni a Arturo Pérez-Reverte, ya que a ninguno de los dos los traga, sin que sepa muy bien el porqué.

“Bien. La primera es de Borges. A este creo que no le tienes manía, ya que en cierta ocasión te escuché hablar muy bien de él por la enorme cultura que había acumulado. ¿No es así…?”. Tras una breve pausa, y con cierta solemnidad, Charo se presta a decir: “He cometido el peor pecado que se puede cometer: no he sido feliz”. Mira a Federico y le inquiere: “¿Qué te parece este pensamiento de Borges?”.

Su compañero no le responde. Asoma en su rostro algo de tristeza en su espontánea mudez al comprobar que un genio como Jorge Luis Borges, en un arrebato de sinceridad, expresaba que la sabiduría o la cultura no eran el camino para encontrar ese bien tan ansiado.

Ambos acercan las tazas a los labios para volver a tomar un sorbo de café. Sienten que un tenue silencio los envuelve en esos momentos, como si temieran que lo que había manifestado el escritor argentino fuera un negro presagio que acaba alcanzando a quienes se afanan en la búsqueda de la felicidad a través del conocimiento.

“¿Te digo la segunda?”. Charo, con otra muy distinta, intenta romper la reserva en la que se había instalado su compañero. “Esta la leí en un artículo sobre Enrique Jardiel Poncela… Ya sabes, aquel dramaturgo madrileño que tuvo su época de gloria en la primera mitad del siglo pasado, aunque ahora se le recuerda poco”.

Federico asintió con la cabeza, agitándola brevemente. Deja la servilleta de papel con la que se ha limpiado y se apresta a escuchar.

“Hay dos maneras de conseguir la felicidad: una, hacerse el idiota; otra, serlo”, dijo Charo, sin que, una vez expresada, estuviera muy segura de que la máxima de Jardiel Poncela ayudara a amortiguar la cautela que de pronto se había instalado en la charla.

Y es que, por momentos, el mutismo se agrandó en Federico. A pesar de la leve sonrisa que asomó a su rostro al escuchar la frase del dramaturgo madrileño, parecía inmerso en la ausencia de sentido que a veces le llegaba sin saber exactamente la razón.

En ese instante imaginó que la felicidad de la que tanto habían hablado los filósofos, y que él intentaba explicársela a sus alumnos, era una especie de entelequia inalcanzable, por lo que, quizás, esos adolescentes atolondrados tuvieran algo de razón.

Volvió a coger la taza cuidadosamente, se la acercó y sorbió despacio. Por unos segundos, sintió que el rico café que le habían servido y la grata compañía de Charo formaban un pequeño trozo de felicidad que lo envolvía y, temiendo su fugacidad, deseó intensamente retenerlo sin saber cómo lograrlo.

AURELIANO SÁINZ