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Antonio López Hidalgo | Aquí llega el sol

Febrerillo el loco, desde luego, está para encerrarlo en el manicomio más selecto. Estos días traen a cualquiera fuera de sí. Afortunadamente, los días amanecen ya más temprano y los atardeceres se prolongan más allá del horario de los bares. Así que, en lontananza, veo cómo el sol se oculta tras las colinas sin un mal gintónic que echarme a la garganta.


Tienen estos días que anteceden a la primavera la sensación baldía de los amores enconados. Tal vez por esta razón, el 14 de febrero es día para celebrar con amor y con consumo, con regalos de obligado cumplimiento si no quieres que ella, o él, te miren sin otra intención que la demanda del mismo.

Estos días tienen una luz que no se agota y maridan a la perfección con una terraza, una o varias cervezas y esa mujer que advierte de vez en cuando que no andas –o no debes andar– solo por el mundo. Uno, con los años, mira la vida con perspectiva y no siempre con nostalgia. A la nostalgia le ocurre lo mismo que al colesterol: que la hay buena y la hay mala.

La primera te lleva a poder vivir una vez más los días de felicidad caducada que aún saboreas a grandes tragos. La segunda te atrapa en los bastiones oxidados del tiempo y te araña con dolor aquellas sensaciones perdidas que siempre quisiste conservar o revivir. Por descontado que ningún fármaco ayuda a disolver esa nostalgia espesa que alimenta los huesos muertos y las pesadillas que apagan otros sueños.

Hasta aquí llega el sol. Algo así decía George Harrison en una de las mejores canciones que cantó con The Beatles. A veces, cansado de días grises y de lluvias pertinaces, me gusta pasear por la ciudad sin mirar a ninguna parte, sin observar con detalle la urbe amazacotada, otras veces vacía, o hacerlo en la playa cuando el mar es una alfombra verde y azul.

Hay un calor modesto y acogedor que hincha las venas y una necesidad nuestra de buscar a la otra persona ahora que los días se abren como tomates de temporada. Hace años, cuando teníamos capacidad de decirle a los sentimientos que abrieran sus compuertas y nos dejaran noches de lujuria y alcohol, ella venía con un libro abierto, recitando los mismos versos de Pablo Neruda, abría una botella de vino y decía más tarde, convencida, que el mundo le sobraba todo entero entre aquellas paredes maestras y alquiladas de una juventud incandescente.

Ahora que el sol alumbra los últimos rescoldos de una pasión disuelta, nos gusta abstraernos en las mismas lecturas, andar los mismos caminos, vivir, aunque solo en el recuerdo, la belleza de un cuerpo perfecto, la noche con sus luces y sus sombras, los errores que siempre estuvimos condenados a acometer y a reincidir en ellos.

Hay en el azar una vocación inconsciente y pretenciosa por repetir la duda, el día único, el verso imborrable, una puesta de sol que nunca es diferente esté donde estés, la sensación última y primera de que cualquier momento feliz no se parece a ninguno otro ni en el caparazón in en sus entretelas.

Ahí llega el sol. Todo está bien. Cantaba Harrison. Después de un solitario, largo y frío invierno, las sonrisas están volando a los rostros, cantaba. He escuchado la canción cientos y cientos de veces. Miles. A los trece años, intoxicado de música, veía la foto del beatle incluida en el LP doble blanco y me veía igual. Lo decían mis amigos. Como si la música me hubiese mimetizado. Vivíamos en la música y por la música, como si la vida no tuviera sentido dentro de sus partituras. La vida era perfecta, simple, demasiado bella para ser real. Pero lo era.

Una amiga de entonces me confesó un día, después de muchos años sin vernos, que aquellos fueron los años más felices de su vida. Y en aquella otra vida ya muerta estaban las mismas melodías, el rostro de un hombre, las fiestas en desvanes, los cubalibres de ginebra. Siempre fueron de ginebra. Y ella vivía el presente con la consciencia de que el mundo de remontaba a treinta años antes. Te veo a ti, me decía, y lo veo a él.

Era una mujer hermosa, sencilla, radiante, de esas que se enamoran una sola vez en su vida. Ahora vivía casada, con hijos y con memoria. Quería a su marido, moriría por él. Pero no era igual. Ella ya estuvo enamorada. La vida es tan breve que en su mochila no se pueden almacenar demasiados sentimientos contradictorios, pero el cerebro es tan sabio que te permite existir de día y soñar de noche. Tal vez por esta razón los sueños, sueños son, citando al clásico. Una manera de soportar la existencia tal vez.

La verdad es que no vivimos una sola vida, sino retazos de varias o de muchas que soldamos al fuego como un hierro que nos sirve para marcar huellas de un tiempo y de otro, y después cada cual escribe el guion a su modo, intentando ensombrecer los días oscuros e iluminar los momentos mágicos.

Atrás queda siempre esa sensación que crece en los meses de lluvia, con los cielos nublados y un frío agotador que no es del sur. También hay que decirlo: estos tiempos se cotizan con un IVA añadido: el ronroneo del coronavirus.

No he vivido mayor ficción que esta pandemia. Nunca pensé, ni por asomo, que un simple virus pudiera arremeter contra una felicidad tan compacta como la que fabriqué durante años a prueba de terremotos y de otras sensaciones extraordinarias. Me veo ahora aquí con toda la logística imprescindible para convocar a los amigos y a ella a una celebración diferente y necesaria, excepcional.

Ella me escribe para decirme que no puede venir, que le gustaría, que la vida ha cambiado, que está cansada de soñar. Y yo le digo que no, que sueñe, que ahí los virus no tienen nada que hacer. Y le digo también que una amiga de mi juventud ha sobrevivido, enamorada de otro hombre, a un matrimonio, a dos hijos, sabiendo que la vida no repite otros momentos. Y le dije también, sin mucha convicción: también en esto hay mucha belleza.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO