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Antonio López Hidalgo | Maradona: historia de un deicidio

Diego Armando Maradona tocó la mano de dios. Apenas la rozó, sin darse cuenta de que era su propia mano. Las crónicas cuentan estos días que dios murió, ignorando, por supuesto, que todos los dioses son inmortales. Pero en algunos paraísos, sobre todo en aquellos en los que imperan las religiones monoteístas, solo cabe un dios. Así que el 10, el Pelusa, tuvo que acometer un deicidio para sobrevivir a su propia inmortalidad.


Ahora lo sabe: la inmortalidad conduce inevitablemente a una soledad blindada, infranqueable. Así murió, y también lo sabía, o lo adivinó en los últimos minutos de su residencia en la tierra: en una casa alquilada, medicado, sin familiares ni amigos, con la salud resquebrajada, ahíto de medicamentos recetados y de psicofármacos.

El hombre más amado del mundo estos días debía cumplir su destino. Encerrado en un ambiente extraño y solo de todos –hay soledades encriptadas–, afuera la multitud lo venera entre disturbios, detenidos y una policía incapaz de contener el yugo de la gloria. También habría que interrumpir el duelo.

Los excesos de la idolatría, en ocasiones, acaban en remilgos de idolatración. Una palabra que no recoge el diccionario de la RAE porque nadie sabe a ciencia de su significado. A las 11.30 del día de su fallecimiento, los especialistas de salud mental que le atendían descubrieron su cuerpo sin vida. Moría el hombre y nacía la leyenda. El resto ya se conoce.

Nunca amé el fútbol, pero sí a Maradona. Nadie puede dejar de admirarle y de quererle. Con diez o doce años, jugando un partido de fútbol en el colegio salesiano con mis compañeros de clase, marqué un par de goles. No lo pretendía, por supuesto. Y me aclamaron como un Maradona en ciernes. Procuré, desde entonces, desviar el balón y que nunca entrara en la red. Lo conseguí: una gloria maldita.

Amo el ciclismo, eso sí. Con 15 años montábamos bicicletas sin frenos o con frenos nada de fiar. Éramos demoledores en nuestros intentos por alcanzar antes que nadie la meta. Adoro el ciclismo, sobre todo el Tour de Francia. Cuando la etapa es monótona, me sumerjo en una siesta tan placentera que me cuesta despertar. 

Cuando Miguel Induráin impartía su maestría con su corazón blindado al estrés y Marco Pantani convertía la montaña en un paseo dominical, la siesta era imposible. Es lo que tienen las tardes de julio en soledad con un gintónic. Del fútbol me quedó mi pasión por los Mundiales, los partidos entre el Real Madrid y el Barça, y aquellos otros en que la Selección Española humilla hasta los ojos a Alemania, entre otros.

Cuando me inicié en el periodismo, a los redactores en ciernes nos movían de sección cuando había bajas por cubrir o en los periodos de vacaciones en verano o navidades. Siempre presumí de no haber pisado la sección de Deportes. En realidad, no tenía ningún mérito: me sentía como pez en el agua entre aquellas mesas de criaturas apasionadas por los deportes más dispares, pero sobre todo por el balompié.

Las mañanas de algunos domingos acudíamos al hipódromo de Pineda. Paco Gil tenía que cubrir las carreras de caballos. Un par de veces me incitó a escribir un texto sobre el tema. Publiqué una o dos columnas que deben andar extraviadas y durmiendo el sueño de los justos en unas cuantas hemerotecas. 

En otra ocasión, por alguna razón que ignoro, entrevisté a un torero. No recuerdo el nombre. Experiencia que nunca repetí. Aunque también me unieron al grupo de periodistas que cubrimos la muerte de Paquirri. El resto de días de mi carrera profesional lo dediqué a escribir de política y de literatura.

Cuenta estos días la periodista argentina Leila Guerriero –de quien siempre estuve enamorado por alguna razón que nunca me detuve a decodificar– que, en el tumulto que esperaba a las afueras de la Casa Rosada para decir el último adiós a Maradona, algunos coreaban su nombre, lloraban y decían: “Diego fue la única persona que me hizo feliz”. Acaso la razón es tan contundente que medio mundo se ha muerto de pena estos días en la certeza que de este deporte ya nunca más será igual que antes.

El 10, el Pelusa, el hijo pródigo de la barriada de Villa Fiorito, de manera simbólica, como ha escrito Juan Villoro, murió en un tiempo de estadios vacíos. Él lo dice así: “Hoy, el fútbol sin gente recuerda con mayor fuerza a quien alguna vez llenó las gradas escalonadas hacia el cielo”. Allí solo tiene a tres iguales: a Carlos Gardel, quien con su voz alcanzó a medir la exactitud de la nostalgia; a Eva Perón, quien, ya momificada, seguía escuchando el bandoneón en los arrabales de Buenos Aires, y a San Gennaro, quien obró el milagro en 1389 con la licuefacción de su sangre y protegió a Nápoles de una erupción del Vesubio.

Tantas veces se le dio por muerto. Igual le ocurría al patriarca en la novela de García Márquez. Hasta que un día su cuerpo, ya resquebrajado, no pudo más. Le unía una estrecha amistad con Fidel Castro, igual que a Gabo. Llevaba tatuado el rostro del presidente cubano en su pierna derecha. Como consecuencia, no es causal que ambos fenecieran el mismo día, un 25 de noviembre, aunque Fidel se le adelantó en la cuenta final cuatro años: a 2016.

Tenía otra vida de excesos, tocado de muerte por la cocaína y el alcohol, y de despropósitos que nadie quiere recordar estos días. Venía de la pobreza y de los potreros que alimentaron su niñez en Villa Fiorito. Nunca pudo ni quiso olvidar su origen. Peronista y de izquierdas. Tal vez convencido. Pero cometió el error un día de meter el pie en la historia y en la leyenda.

En 1986, con motivo del Mundial de México, barrió a los ingleses en el campo de juego con dos goles únicos: uno con la mano y otro con la bota para recordar siempre. No estaba bailando con los dioses ni corriendo por puro azar a un destino imposible. Solo estaba cambiando su vida, el fútbol y la historia del deporte para siempre. 

Nacía una leyenda que él nunca llegaría a conocer. Tal vez su único empeño inalcanzable: ensamblar vida y obra en una sola pieza indivisible. Ahora ya no importa. Nos sobrevivirá a todos cuando este planeta, ya extinguido en el olvido, viva sumergido entre algas de un tiempo quizás inexistente.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO
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