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Antonio López Hidalgo | Mañana de domingo

Las mañanas de los domingos son un hábitat personal e irrenunciable que, en muy pocas ocasiones, abro a los demás. Me siento en la terraza, como hago también algunos sábados, y observo desde adentro los árboles quietos, los paseantes inquietos, la quietud del día a esta hora en que la mañana agoniza y la tarde, aún incipiente, invita al deambular sin rumbo, al café de primera hora. Anda el mundo hipnotizado de dudas, enajenado en una triangulación de conceptos intraducibles, deseoso, como siempre, de más fiestas.


Me siento en la terraza. En la mesa, el periódico. Algunos libros: Autorretrato, de Édouard Levé, un escritor necesario; Encuentro con Rousseau y Voltaire, de James Boswell, el inventor de la entrevista; El oficio de vivir, de Cesare Pavese, el maestro; Aires de las colinas, de Juan Rulfo, el genio enamorado de Clara, su mujer. Y una botella de cava a punto de nieve. ¿Qué hay que celebrar? Tal vez nada. Bueno, sí. Siempre la posibilidad de seguir existiendo, de aventurarnos en estos días de pronósticos inusitados a mirar siempre adelante cuando atrás hemos dejado tanto.

Alguna vez miro atrás, porque sé que no corro el peligro de transformarme en estatua de sal. No miro con miedo ni con nostalgia, sino con esa sensación sublime de saber que cualquier vivencia se queda para siempre con nosotros sin que altere el orden de otros días. 

A esta hora de la mañana, por segundos posiblemente, el día se detiene, se reduce a un tiempo que no es de ahora ni de después, que no sabemos por dónde vino pero que sí advertimos que ya se fue. En ese lapso mínimo de memoria alcanzamos a encontrarnos sin saber bien dónde y sin querer ni pretender regresar a ninguna parte. Allí, donde no sabemos con certeza dónde estamos o si apenas estamos, nos imponemos nuestras credenciales de empadronamiento para que nadie se atreva a echarnos a errar por las esquinas.

Las mañanas de los domingos son un paraíso inexplorado, tan sutil como la piel de una mujer ausente, cuyo recuerdo es lívido y embriagador. Me gustan las sensaciones que me atropellan, aquellas sin las que no puedes vagabundear por el mundo ni por dentro de ti, esos sentimientos inexplicables que te devuelven la felicidad envuelta en celofán, como una pieza única, como una piedra preciosa que no ha dañado ningún cincel. 

Los domingos, a esa hora del vermú, pasadas las doce, las horas son mansas y salvajes a la vez. En ellas caben los olvidos plastificados como minúsculos icebergs y los recuerdos indomables que te precipitan a un abismo sin laderas, al aire abierto de la mañana, al libro tantas veces leído que te persigue desde los sueños más quebrantados.

Es tiempo, ahora, de no estar con nadie, de otear un horizonte siempre lejano, un perímetro impuesto que te aleja de los demás y te conduce directamente a ti. Hay en ese momento un cansancio irreductible, desconocido, anónimo. El tiempo de la pandemia es también un tiempo de búsqueda. Cuando te expropian del paraíso, te vas con lo puesto: los zapatos, algún cuaderno para las anotaciones personales, una canción de la nostalgia, las cicatrices, los atropellos, los días nunca vividos que jamás volverán a estar.

En esa huida obligada, el futuro es una distopía, una palabra que pertenece al pasado. Ahora, aquí sentado en esta mañana de domingo, dos mundos se cruzan en dos vidas paralelas; se muerden las espaldas y no se reconocen; se huelen los labios y una mascarilla rompe el hechizo. Adonde miran esos cuatro ojos no hay un espejo, ni un reconocimiento, ni un alma melliza. Solo hay dos mundos. Uno que agoniza. Y otro que busca, a regañadientes, una excusa para doblegar a la impostura, a los dobladillos de la duplicidad.

Abro la botella de cava, escancio líquido en un vaso, más de medio vaso, no en una copa, y bebo con sed de conocimiento. El sol, generoso, empuja a confundir el otoño con una primavera anticipada. Hay en este mediodía una proximidad a la tristeza más austera que conozco, tan frágil que se puede confundir con fragmentos de una felicidad desbrozada por la memoria, donde habitan otras vidas que no son nuestras y algunas muertes que tampoco nos pertenecen. El cava, a punto de nieve, reconforta como un beso robado.

Me pongo en pie y, por un momento, adivino el resto del día. Será como otros: fugaz, bello, azul y sombrío. Y por detrás de aquellas colinas verdes y grises, el sol esconderá, en sus intenciones, otros párrafos que nadie escribirá, o que ya alguien escribió, palabras apócrifas que van de allá para acá buscándonos como sus auténticos autores y que nosotros rehuimos por miedo a que sean verdad, por ese temor desatinado a saber cuanto no deseamos, aun adivinando que es así, que la vida es ya otra.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO
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