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Pepe Cantillo | Mayo sin flores

El pasado domingo, muchos de nosotros pudimos salir a pasear, con horario limitado y marcado por las circunstancias (autoridad “competente” ordena). En las calles del barrio había gente haciendo cola de distanciamiento para el pan o algo de dulce, por el Día de la Madre. No había flores para regalar.



Curiosamente la palabra propuesta por la RAE para ese día era “impacto” y uno de sus significados se refiere al “efecto producido en la opinión pública por un acontecimiento, una disposición de la autoridad, una noticia, una catástrofe…” (sic). Tal palabra encaja con el hilo de estas líneas y con el trasfondo de la alerta.

El significado de "impacto" en los momentos y circunstancias que estamos viviendo está cargado de un embotamiento físico y de agobio psicológico. La puerta de salida del mundo que hemos dejado atrás no se parece en nada a lo que nos deparará este otro mundo en el que nos espera una amplia cadena de obstáculos.

Unas trabas están relacionadas con la seguridad sanitaria y otras, no menos importantes, con el día a día en lo socioeconómico y en los derroteros oficiales de cara a un futuro inmediato. No olvidemos que en las altas esferas se está deshojando la margarita entre la desescalada o prorrogar el Estado de alarma. “Esta crisis se ha cargado más de medio millón de empleos en abril y el paro roza los 4 millones”.

Sigo con mi marcha. Durante la cincuentena, igual que otras tantas personas, había salido unas cuantas de veces a la compra del avituallamiento necesario. No había niños por la calle que nos pudieran arrancar una divertida sonrisa. Marchábamos con la cabeza baja y mirando de reojo por si se nos acercaba alguien. Éramos recelosos espectros en un mundo huidizo y solitarios acelerábamos el caminar.

El referido paseo del domingo se me hizo angustioso viendo cómo los viandantes nos esquivábamos unos a otros. El comentario de una niña pequeña que nos adelantó con la bici nos hizo reír. “Mira papá, esos abuelitos van muy despacio y juntos”. “No son abuelitos, son mayores”. La disculpa del padre me agradó. En efecto, circunstancias personales nos han convertido en un dúo dependiente.

La cuarentena que hemos dejado atrás, de momento, si miramos hacia adelante, al futuro representado en el mañana parece que no ha sido tan larga y hasta habrá personas que les haya parecido un suspiro del tiempo. Si volvemos la vista hacia el pasado ya han pasado –valga la redundancia– marzo y abril. ¡Dos meses!.

En el transcurrir de dicho tiempo, la muerte se ha paseado por nuestras calles, ha entrado en nuestras casas, se ha llevado por delante una buena cantidad de personas de distintas edades. El número de fallecidos está aun en el aire, dependiendo de los resultados que aporten las posibles autopsias. Hay dudas en esta parcela.

Los profesionales sanitarios han sido duramente castigados. Unos, con la muerte; otros se han contagiado y, de momento, están enfermos. La explicación es de perogrullo, es decir, evidente. Han trabajado en condiciones precarias, no sanitarias según diversas informaciones dadas por dicho colectivo. No entro en esta herida infectada.

Poco a poco se están abriendo las puertas que dan a la calle para que salgamos, eso sí en orden, sin aglomeraciones, sin presionar… ¡No empujen, por favor! Pero… si durante el obligado encierro alguna gente ha conseguido escapar pese a la Policía y a posibles multas, ahora y ante el confuso calendario de salidas puede que el guirigay sea aun mayor.

Cuando anteriormente hacía referencia a las flores para las madres me acordé de que estamos en primavera. Muchos capullos aun no han florecido, siguen en el macetón y algunos “meando fuera de tiesto”, como los integrantes de los treinta botellones que, repartidos por casi todos los distritos de Madrid, se celebraron en la noche del sábado pasado hasta bien entrada la madrugada. Han sido multados pero lo que se pueda pagar con dinero… La noticia ha salido en casi todos los periódicos.

¡Juventud, divino tesoro! No. Estamos ante una manada de irresponsables que es posible que piensen y crean que son inalcanzables por el virus. Que dicho bichejo solo ataca a la gente mayor. A estas alturas queda claro que ante más achaques hay más posibilidad de contagio, pero es arriesgado desafiar dicha calamidad.

Según Rafael Bengoa, experto en gestión sanitaria, “hemos infantilizado a la sociedad diciéndole no te preocupes, el sistema te va a curar”. Estoy de acuerdo en lo referente a la infantilización de la sociedad y como ejemplo nos puede valer la machada de los citados botellones. Vivíamos en “un mundo feliz” alejados del esfuerzo, en general desposeídos de toda responsabilidad.

Vivíamos amparados en el paraguas donde “mi verdad estaba contra la Verdad” de los hechos y de la misma realidad. La dicotomía entre verdad y Verdad se pone en marcha en el preciso instante en que yo (el burro delante), tú, nosotros, que somos los que te vamos a salvar, tergiversamos la realidad subiéndola al altar de lo incontestable, de lo indiscutible, de lo infalible.

A partir de ese momento solo vemos el proscenio en su conjunto, sin examinar detalles, y solo oímos los aplausos porque ya nos consideramos importantes ejerciendo dicha acción. Qué más da si el material protector de los sanitarios solo son unos míseros sacos de polietileno.

¿A dónde quiero ir a parar? Bastante simple. El encierro dicen que se está acabando. Aunque hay una cierta renuencia. Parece que la calamidad sembrada por el virus ha aflojado sus garras. Parece… A partir de ahora tendremos que prestar mucha atención a posibles focos de contagio. Todos juntos y revueltos somos un bocado suculento para contagiarnos, puesto que no sabemos quién sí o quién no puede estar “séptico”, es decir, quién “contiene gérmenes patógenos” (sic).

¿Negativo por mi parte? No, aunque seremos más vulnerables desde el momento en que empecemos a llevar una vida normalizada –habría que decir "nueva" porque van a cambiar muchas cosas, muchas costumbres, muchas formas de comportarnos–. Confieso que es para estar atentos ante cualquier posible síntoma personal o de los demás. El tema es algo preocupante.

De la peligrosidad que nos rodeará, a partir de ahora no se ha dicho mucho, pero existe y tendremos que contar con dicha presencia para relacionarnos con los demás. Somos un pueblo efusivo y cariñoso. Insisto a riesgo de ser pesado.

Abrazar, besar, envolver en nuestros brazos, estrechar manos… son gestos habituales de convivencia, son muestras de amistad, cariño, alegría… que están vedados por un posible contagio. Mañana, también. Porque, con ello, podemos o nos pueden transmitir ese asqueroso virus que ha asesinado el afecto que pudiéramos transmitir a las personas queridas con las que compartimos parte de nuestra vida.

Los titulares de prensa son poco alentadores (verdaderos/falsos) solo se me ocurre decir que “entre col y col, lechuga”. Es decir, hay informaciones múltiples sobre las secuelas de la enfermedad. Unas confusas, otras solo alarmantes y otras verdaderas. Que cada cual tome por donde crea conveniente. Se trata de buscar la Verdad para poder actuar lo más acertadamente posible.

Nos están avisando de una fuerte crisis económica, de una fuerte pérdida de empleos, de un fuerte cierre de comercios, bares, pequeñas tiendas… “En pocos meses se destruirá gran parte del empleo creado en los últimos años”. Dicen que la recuperación y volver a donde habíamos llegado será tarea dura y agobiante, pues la economía no se recuperará antes de finales del 2021.

¿En el nuevo mundo seremos capaces de insertar toda una gama de valores éticos que nos engarcen con los demás? Esa es una de las esperanzas. Cito textualmente a Adela Cortina (filósofa) en una entrevista de la revista 'Ethic': “Hay que intentar ser fuertes ante este tipo de adversidades, por cada uno de nosotros y por todos los demás, para poder ser responsable con respecto a otros y poder ayudar (...). Se han producido dos reacciones de la sociedad: el impulso del humanismo y la solidaridad y, por otro lado, el discurso de la división, el odio y la confrontación constante (...).

La enseñanza que tendríamos que sacar, si es que aprendemos algo -porque a veces parece que no aprendamos nada de las desgracias-, es que ya está bien de conflicto, ya está bien de polarización, de supremacismos y de luchas sectarias e ideológicas (...). Busquemos lo que nos une, que es mucho, porque creo que todos valoramos la libertad, la igualdad, la solidaridad, el diálogo y la construcción del futuro, busquemos eso que Aristóteles llamaba «la amistad cívica”.

Cierro con una cita de El País: “Cuando volvamos seremos distintos, pero ya somos mejores”. Quisiera creer todo lo que dice esta frase, pero dudo de la segunda parte. Estamos, en general, ante una solidaridad impuesta.

PEPE CANTILLO
FOTOGRAFÍA: JOSÉ ANTONIO AGUILAR