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María Jesús Sánchez | Clases

Hemos perdido la conciencia de clase. De clase trabajadora. Da igual que el salario sea más o menos alto, o mejor o peor que el del otro. Todos los trabajadores estamos sujetos a un contrato y, por ende, a las obligaciones derivadas del mismo. También, por supuesto, tenemos derechos. Derechos que se han visto diezmados en los últimos años por esa falta de conciencia de clase.



Parece que lo que le pasa al otro, a mí no me incumbe. Es curioso que esto se dé en un país católico. Ya no hay prójimo. El otro día, mientras esperaba en Urgencias –un servicio saturado por la falta de personal–, una mujer de la limpieza trataba de poner cierto orden en la sala de espera, sin conseguirlo.

A mi lado había un hombre tirando papeles al suelo y, más allá, un adolescente derramaba una lata de refresco por todo el pavimento. En un momento de indignación les increpé: “¿No se dan cuenta de que todo lo que manchen lo tendrá que limpiar esta señora?”.

“Para eso le pagan”, fue la respuesta del energúmeno que había sentado a mi lado. Es decir, la mujer que estaba limpiando un hospital público a las 3.00 de la mañana no era una trabajadora con la que podía solidarizarse otro trabajador, sino una esclava que estaba ahí para recoger su mierda. “Yo la tiro para humillarla”: ese parecía ser el mensaje, como si su labor no tuviese ninguna dignidad. La mujer me sonrió como muestra de agradecimiento, pero sus ojos parecían decir: “ Esto es lo que hay todos los días: gente sin educación”.

Otro ejemplo lo viví en el autobús. Iba yo a la biblioteca a estudiar por la mañana, cuando dos impresentables empezaron a gritarle al conductor. Se quejaban de manera ordinaria de que detuviera el vehículo. El hombre tenía que hacer una parada de regulación, no porque le diera la gana, sino porque está así estipulado y ocurre todos los días.

“Vamos a llegar tarde por tu culpa y luego tendremos que quedarnos más tiempo”, le espetaron. El problema no era que ellas se hubiesen levantado tarde y no hubieran cogido el autobús adecuado a su hora de entrada. No. El problema siempre está provocado por el otro, que no hace lo que yo quiero y por eso le grito. Como si ellas fueran dos amas feudales y el conductor un siervo de la gleba que tuviera que hacer su voluntad. El hombre tuvo una actuación digna de un monje budista. No entró a sus provocaciones, que es lo que ellas esperaban.: una frase de él para poder gritarle más.

Aún recuerdo el día en que un hombre comía pipas en un autobús público y tiraba las cáscaras al suelo. Todos nos echamos encima, pero él nos ninguneó y siguió ensuciando el asiento y el suelo. De pronto, se le acercó un hombre que sacó una placa de Policía Nacional, le pidió el carné de identidad y el incívico le respondió que no lo tenía. “Pues se va a venir usted conmigo a la Comisaría”. La sangre abandonó su cara y empezó a recoger las cáscaras una por una del suelo. Apoteósico fue el aplauso colectivo que todos brindamos al policía. Creo que casi tuve un orgasmo. Y es que a mí la justicia me pone...

MARÍA JESÚS SÁNCHEZ