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Aureliano Sáinz | Un día tuvieron que huir

Uno de los grandes dramas que vive la humanidad es el de aquellas personas que por motivos bélicos, por conflictos étnicos, paro y hambre, se ven abocadas a salir de su entorno natural para desplazarse a lugares distintos a los suyos. Son los denominados refugiados o desplazados que en la actualidad alcanza la escandalosa cifra de 65 millones en todo el planeta, una población que supera ampliamente a la de España y Portugal conjuntamente.



De los refugiados recibimos, con una mezcla de estupor, indignación e impotencia, informaciones casi cotidianas por los medios de comunicación. Son vidas truncadas a las que los distintos gobiernos son incapaces de darles alguna solución, más allá de la creación de campos de refugiados, en los que malviven las familias que contemplan que no hay futuro para ellos.

Pero si hay un continente en el que parece que este drama se ha hecho crónico es el de África. Los conflictos étnicos, el fanatismo religioso y las hambrunas abocan a la huida de miles de familias de sus países para encontrar un precario refugio en otros con los que comparten fronteras. Sudán, Somalia, Etiopía, República Centroafricana, etc., son lugares de los que, con cierta reiteración, tienen que salir para acogerse en campos precarios.

A su ayuda suelen acudir algunas ONG, por ejemplo, Médicos Sin Fronteras, u organizaciones dependientes de las Naciones Unidas, caso de ACNUR.

Sobre las situaciones de la población, como he apuntado, solemos recibir informaciones elaboradas por reportaros gráficos que nos muestran visualmente algunos de los casos de adultos refugiados. Sin embargo, la voz de los niños o adolescentes nunca aparece; sea porque no se conocen sus idiomas o para mantener la privacidad de los menores.

Con el fin de paliar este problema, Sybella Wilkes, investigadora de ACNUR, tuvo la acertada idea de acercarse a los campos de refugiados de Sudán, Somalia, Etiopía y Kenia para recabar la visión que tenían los niños del drama que supuso las huidas de sus hogares. Para ello, les proporcionó el material necesario para que pintaran lo que recordaban de sus vivencias, al tiempo que recogía de forma grabada sus relatos.

Para que conozcamos cómo expresaban gráficamente sus duras experiencias, me ha parecido oportuno seleccionar siete dibujos del conjunto que se muestra en el libro de Wilkes titulado Un día tuvimos que huir, al tiempo que incluyo algo lo que sus autores comentaban de los mismos.



Este primer dibujo corresponde a David Kumcieng, un chico sudanés que tuvo que huir con su familia, atravesando la frontera de Sudán con Kenia, para llegar al campo de refugiados denominado Kakuma. El propio David realiza el siguiente comentario de su propio dibujo:

“Queríamos correr, pero teníamos que andar porque estábamos cansados, hacía calor y estábamos hambrientos. En mi dibujo la gente está vestida, pero, por supuesto, no teníamos nada de ropa. Veíamos a la gente morir, eran siempre los jóvenes los que tenían hambre y los más mayores”.



En el mismo campamento de Kakuma, se encontraba Mac Anyat de 17 años, que también había huido de las tropas sudanesas. Este es su relato que acompaña al dibujo que realizó:

“Fue terrible. La gente estaba gritando, chillando: ¡corre, nada, huye, huye! ¿Dónde estaba mi amigo? El río se lo llevó. Nadie era amigo de nadie. ¿Cómo puedes ser amigo de alguien cuando hay gente que te está disparando, la corriente del río es rápida y tienes que meterte dentro de ella. El bang-bang y el fuerte ruido enloquecieron mi mente y no recuerdo quién estaba allí, quién murió y qué sucedió”.



Las alambradas se han extendido por numerosos países de distintos continentes con la intención de separar e impedir que los migrantes accedan a otros países. Esto lo conocemos bien en el nuestro, pues las fronteras de Ceuta y Melilla son testimonios de ello. No obstante, de vez en cuando, quienes esperan meses y meses poder burlarlas son capaces de conseguirlo.

Este tercer dibujo corresponde a Liban Ahmed Habib, un niño etíope de 10 años que se encontraba en el campamento de refugiados de Ifo. El breve comentario que realizó de los tres personajes que se topan con la alambrada fue el siguiente: “Son ancianos somalíes que están esperando fuera del colegio y que me dicen: pinta esto, no digas esto, ni pintes esto”.



Una imagen que se nos ha hecho familiar es la de las pequeñas barcazas atiborradas de gente que, tras pagar una cantidad a las mafias que trafican de este modo, intentan atravesar las aguas del Mediterráneo para llegar a las costas andaluzas, de Italia o de las islas griegas.

También en el propio África se da estas travesías en pequeños barcos. Esto es lo que ha plasmado Said Abdi Said, un chico de 14 años que se encontraba en el campamento de Dagahaley.

“Viví en Kismayo hasta que el enfrentamiento se recrudeció. Entonces dejé a mi madre, a mis hermanos y hermanas. Tuvimos que pagar para ir en este barco con mucha, mucha gente. Por la noche el viento nos helaba y durante el día el sol nos quemaba. Debería haber sido divertido, pero los ancianos estaban enfermos y nosotros dejando nuestro hogar atrás. ¡Por un día, vale, pero dos semanas…!”.



Los niños suelen ser la parte más frágil de la población que vive en los campos de refugiados. El miedo y la inseguridad les acompañan de manera constante. Esto lo expresa muy bien Binti Aden Denle, un niño etíope que se encontraba en el campo de refugiados de Ifo cuando se prestó a realizar un dibujo para Sybella Wilkes. El comentario que realizó fue el siguiente:

“Durante toda la noche esperamos en las tiendas de campaña hasta que llegue el día. Este sitio es muy peligroso, puesto que los bandidos nos atacan por la noche. En este dibujo que he hecho muestro las caras asustadas de los niños en nuestro campamento”.



El recuerdo de sus pueblos y de sus vidas antes de encontrarse en un campo de refugiados es algo que está muy presente en la vida de niños y niñas que han tenido que huir por conflictos étnicos. Es lo que manifiesta Liban Ahmed Habib, el mismo autor del tercero de los dibujos presentados.

“No me preguntes por qué soy un refugiado. Antes de vivir aquí, vivíamos con nuestros camellos. Ahora estamos sin nada en un campamento de refugiados. Volveremos a casa pronto. Eso es todo, pregunte a los mayores el porqué”.



Cerramos este breve recorrido por la vida de los refugiados a través de los dibujos realizados por los niños con uno de David Deng Aleu, un muchacho sudanés de 16 años, que eligió como tema el momento del reparto de la comida que se lleva a cabo por medio de aviones.

“Todo el mundo es feliz cuando llega el reparto de la comida. Entonces yo observo a la gente. Así, muestro a un niño pequeño que ayuda a una mujer ciega. También a la gente que salta para coger la comida que cae de los aviones”.

Como colofón, quisiera que fueran unas palabras de Sybella Wilkes que aparecen escritas en su libro las que sirvan de cierre de este artículo.

“Para estos niños es muy difícil dialogar sobre los horrores emocionales que han vivido. La idea de que ‘un problema compartido es un problema menor’ no puede aplicarse a ellos. Para muchos es muy duro poner palabras a cómo se sienten y son reacios a hablar acerca de sus experiencias… No obstante, encontraron menos doloroso revivir sus recuerdos a través de dibujos que a través de las palabras”.

AURELIANO SÁINZ