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El lado oscuro de las redes sociales

En la actualidad, a nadie le queda la menor duda de que las redes sociales han cambiado el panorama de la comunicación entre las personas. Ha sido un fenómeno que se ha insertado con gran rapidez en la vida cotidiana de muchos de los que utilizan internet para comunicarse e intercambiarse informaciones.

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Acerca de este tema ya he hablado en otra ocasión dentro de la sección Negro sobre blanco, recogiendo las opiniones de mis alumnos, tras debatir con ellos el significado y la importancia que han adquirido entre los jóvenes, y cuestionando las declaraciones tremendista que hacía algún prelado.

No obstante, y a pesar de sus ventajas, a veces saltan noticias en los medios de comunicación en los que nos informan de algún hecho trágico en el que se ha utilizado el anonimato, que ofrecen ciertos medios de la Red, para atacar a una persona sin que se haya medido el daño que podría producirle.

Pero no son solo los casos que leemos en la prensa, sino también son situaciones que conocemos de primera mano los docentes, por lo que es necesario hablar de ello para afrontar los aspectos más negativos que pueden darse dentro de las redes sociales.

Con relación a ello, quisiera comenzar con el caso de Tim Ribberink, un joven holandés que acabó suicidándose a los 20 años, al ser víctima de un acoso continuo desde que era pequeño. Presento literalmente un par de párrafos tal como apareció la noticia y que recojo del diario El País:

“Rubio y de ojos azules, Tim era un chico como tantos otros compatriotas. Originario de Tilligte, un pueblo de 742 habitantes al este de Holanda, quería ser profesor de Historia y estudiaba en una escuela politécnica. Para cubrir gastos, servía también en una heladería local llamada Happy Days. Una vida en apariencia tranquila en el seno de una familia feliz.

Pero Tim era presa de ciberacosadores, y nunca lo dijo. La pasada semana no pudo más y les contó a sus padres la pesadilla de sus años de primaria y secundaria, donde empezó el tormento. Un comentario en apariencia banal sobre un reciente y malogrado viaje a Israel desencadenó la confesión. ‘Nada me sale bien’, dijo, para explicar luego sus penurias. El pasado jueves, cuando sus progenitores trataban de asumir que no acertaron a ver su amargura, Tim se quitó la vida”
.

La noticia del diario continúa indicando que alguien que lo debía conocer bien colgó en la Red dos mensajes humillantes: el primero aparecía falsamente firmado como si fuera del propio Tim, y en ese mensaje se denigraba a la heladería en la que trabajaba; en el otro se describía al fallecido, como si otra vez fuera él mismo el que lo escribiera, con el siguiente titular: “Soy un perdedor y un homosexual”.

Son muchas las reflexiones que pueden hacerse de este caso. La primera, lógicamente, el enorme daño que puede hacerse a una persona cuando anónimamente se escribe una calumnia, una difamación, una burla, un comentario humillante… a través de unos medios que pueden llegar a cualquiera sin posibilidad de parar semejante libelo.

En la carta que escribió este chico holandés a sus padres antes de quitarse la vida muestra todo su cariño hacia ellos. Sin embargo, algo que uno no puede dejar de preguntarse es cómo no sabían nada de la situación de humillaciones que vivía su hijo si se habían producido, como él mismo les contó, desde que era un escolar y estaba en primaria.

Uno prefiere pensar que, en ocasiones, se es capaz de ocultar una realidad muy dolorosa, incluso, a los propios padres, que o no se atreven a preguntar o restan importancia a ciertos comportamientos algo anómalos de sus hijos.

Sin llegar a un hecho tan dramático, ni mucho menos, quisiera comentar algo que, no hace mucho, como profesor me aconteció, y que acabó en el mar de las redes sociales para gran sorpresa mía.

Como he explicado en alguna otra ocasión, en todas las asignaturas que imparto en la Facultad de Ciencias de la Educación de Córdoba a mis alumnos les suelo plantear la realización de trabajos de investigación en los colegios, como aplicación de los conceptos teóricos que hemos visto en clase.

Estos trabajos son la base de la calificación que después tendrán de la asignatura, pues considero que la mayor parte de sus conocimientos y aprendizajes los adquieren a partir de ellos. Esto da lugar a que si un alumno o una alumna asiste a lo largo del curso y los realiza bien no tiene que hacer ningún examen final, puesto que considero que son datos suficientes para evaluar sus conocimientos.

Pues bien, en una de las asignaturas que imparto, al final del curso recibí las extensas investigaciones de cada uno de los alumnos de la clase. En mi caso, soy de los profesores que se leen detenidamente los trabajos que realizan los estudiantes, por lo que, una vez finalizada la lectura, les incorporo una hoja indicándoles las valoraciones de las diferentes partes, con los errores que pudieran aparecer en ellas.

Antes de la presentación de estos trabajos, han estado en el aula en el horario correspondiente a la clase práctica, con sus ordenadores portátiles y sin problemas en consultarse unos a otros, pues, como les indico, pueden debatir entre ellos, pero que al final el trabajo sea personal.

La sorpresa, en esta ocasión, surgió cuando comprobé que dos alumnas amigas (llamémosles, por ejemplo, Mónica y Julia) habían escrito lo mismo en la parte teórica de los trabajos que me habían presentado, exactamente igual, incluso con los mismos puntos y comas.

Dado que ambas eran buenas alumnas, al corregir el trabajo de Mónica lo califiqué con sobresaliente. Tras la lectura de otros, empiezo con el de Julia y me doy cuenta de que lo que escribe ya lo había visto en otro trabajo. Consulto los anteriores y compruebo que, efectivamente, coincidía totalmente con el de la primera. No acabo de comprender esto, por lo que me pongo en contacto con ellas y las cito a mi despacho para aclarar la situación.

Una vez que estamos juntos, Julia llorando le recrimina a su compañera que el pen-drive con el que le había permitido copiar su trabajo para que le sirviera de orientación lo hubiera utilizado como si fuera su propio trabajo. Mónica, con grandes dificultades, acaba admitiendo que había sido ella, pero que “no se había dado cuenta”.

Tras hacerle ver la gravedad de lo que había hecho, pues no solo había traicionado a una compañera y amiga sino que a mí como profesor había intentado engañarme, les indico que Julia estaría calificada con sobresaliente y que ella tendría en junio la calificación de “no presentada” y que en septiembre me entregaría un trabajo totalmente propio.

Acordamos que ahí acababa el tema, que no saldría del despacho, puesto que considero que todo docente debe saber sancionar con justicia sin humillar al estudiante. Por otro lado, hay que darle la opción de aprender a rectificar una conducta reprobable, por lo que les insisto a ambas que deberían mantener silencio para que Mónica pudiera enmendar un comportamiento deplorable que en el fondo le avergonzaba.

Pues bien, a principios del curso siguiente, a los alumnos que se habían matriculado en la misma asignatura les expliqué el contenido del programa y la investigación que tendrían que llevar a cabo. Les indiqué que era un trabajo individual, y que, aunque podrían consultarse mutuamente, no cayeran en el tentación de presentar algo que era de otro como me había acontecido recientemente.

“Esto, Aureliano, no es necesario que nos lo expliques, puesto que ya lo sabemos”, me apunta un alumno que me conocía de otro curso. “¿Cómo? ¡Pero si yo les había dicho a las autoras que mantuvieran silencio sobre lo que había acontecido…!”, le respondo con gran sorpresa. “Pues debes saber que esto ha sido colgado en la Red y lo sabe todo el mundo”, añade como aclaración ante mi asombro.

A pesar de las varias advertencias que les había hecho, resulta que no solo se le comenta a alguien en particular sino que se cuelga en un medio que llegará a todo el mundo, sin posibilidad de parar el problema que acabará siendo el comentario chismoso que circula entre los estudiantes de ese curso y que dejará la imagen de la autora de la copia por los suelos.

Hoy me imagino que la amistad entre estas dos compañeras y amigas habrá acabado definitivamente, que lo que podía ser un conflicto con visos de solución, tal como yo intenté, se habrá transformado en un caso amargo, cargado de desconfianza y rencor entre ambas, y que, posiblemente, no se vuelvan a dirigir la palabra.

Y es que las redes sociales, desgraciadamente, también se han convertido en una plataforma a la que algunos trasladan los conflictos sin medir la repercusión que puedan generar, como si fueran una especie de “patio de vecindad” en el que se gritan los últimos chismorreos.

AURELIANO SÁINZ

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