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Educación frente a autoridad

Con el tema de la enseñanza podría dedicarme a lanzar diatribas contra las autoridades presentes, pasadas y, si nadie lo remedia, futuras. Hablaré de educación sin más. Voy a ser más casero en mis argumentaciones e intentaré atraer la atención sobre la familia educativa desde el matrimonio padres-profesores para apuntar algunas salidas que están en nuestras manos.

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La educación en general rompió aguas cuando el igualitarismo carcomió el principio de autoridad. Dicha carcoma empezó por la familia. Ésta era la pata del banco más débil a nivel formativo para adquirir conocimientos instrumentales –no así en el plano educativo, cuyo papel es primordialmente básico-.

Llegó la moda de la igualdad entre padres e hijos, entre profesores y alumnos. Nadie sabe de dónde vino –seguramente sí, pero es mejor no remover aguas cenagosas-. Llegó la moda de predicar a “tontas y a locas” que los padres tenían que ser amigos y colegas de sus hijos. Los progenitores somos padres y madres. ¿Colegas? ¿Amigos?

Dicha modalidad saltó después a los centros educativos donde el profesorado también tenía que ser “coleguilla” y contemporizar con ellos, no chafarlos con obligaciones ni amenazarlos con deberes. Más de una vez he dicho que en las distancias cortas es donde una colonia se la juega, pero claro, si el receptor tiene olfato. Hablando en plata: ¿saben nuestros adolescentes diferenciar entre obligación y devoción? Tengo serias dudas.

Un ejemplo no baladí. Los deberes “deberían deberse” hacer en clase y entre todos. Los padres abonaron para el derrocamiento de los deberes. ¿Esquivar obligaciones o arrojar balones fuera? El sufrido alumnado debe llegar a casa y dedicarse a lo que le plazca. La chacha mecánica –que era la tele- pasó a ser sustituida por la consola y su amplia gama de videojuegos. Circunstancias familiares y laborales mandan.

Vuelvo al tema del “coleguismo”. Psicológicamente está más que demostrado que los padres no pueden ser colegas con los que discutir o simpatizar de tú a tú. Hay que poner normas y el ser humano no las quiere bajo ningún concepto. ¿Revivíamos el esquema educativo roussoniano que predica la educación desde la absoluta libertad?

Y los padres perdieron la autoridad. No estoy hablando de autoritarismo y veleidad a la hora de convivir con unas normas necesarias para que no salga perjudicada la libertad de nadie. Hablo de un “laissez faire, laissez passer”, para que el sujeto no se frustre. Ese "dejar hacer" ha sido el germen de muchos problemas surgidos en la relación padres-hijos.

El “coleguismo” se cargó el principio de autoridad tanto de los progenitores como del profesorado. Al vástago no se le podía reprimir con normas. Había que dejarlo crecer libre de camisas ordenativas. Cuántas veces, en la hora de atención a padres, nos han venido éstos abrumados porque no sabían qué hacer con sus delfines. Siempre oías el mismo grito angustioso: "no sé qué hacer, no puedo con mi hijo o con mi hija. Si usted pudiera decirle algo...". ¿Qué le podías decir?

El coleguismo entró en los centros docentes y se cargó la poca autoridad que detentaban los profesionales. "Tú no me puedes castigar, ni reñir, ni coartar mi libertad porque se lo digo a mi padre y te enterarás de lo que vale un peine". Y el padre, para incrementar la autoestima del hijo, entraba gritando al centro, exigiendo la cabeza del osado profesor o profesora que se había atrevido a coartar al vástago. En ese momento terminaban de morir ambos, padres y profesores.

Dice la sabiduría popular que “el arbolito desde chiquito”. ¡Pero no! Hay que dejarlo crecer a su aire. Si se tuerce tiempo tendrá la vida de enderezarlo. ¡Ya aprenderá! Pero no todo el monte es orégano, ni puedo ni debo siempre hacer lo que me venga en gana.

El aprendizaje de valores, de conocimientos, se cimenta en los primeros años; después es francamente difícil –por no decir imposible-, sobre todo en lo que se refiere a principios, a valores o a normas.

Como ejemplo aduzco el aprendizaje de los idiomas. En edades muy tempranas hay una facilidad asombrosa para aprenderlos puesto que es el momento en el que se depositan y se asientan las estructuras lingüísticas y gramaticales. Luego será muy costoso el esfuerzo que debe hacer el sujeto para aprender.

Desde la escuela y con la colaboración familiar se hace necesario rescatar el valor del esfuerzo tan denostado últimamente. Determinadas metas no se alcanzan por casualidad o por tener la cara más bonita. La televisión con sus modelos de feria nos engaña. Hay que apechugar día a día. Se les reconocerá su tesón para así potenciar nuevos logros. Y pedir esfuerzo no es vocear un eslogan político.

En los últimos años, al que obtiene buenas notas, al mal intitulado "empollón", se le acosa física y moralmente. Al que sobresale se le corta la cabeza. Lamentable pero cierto, en una sociedad que nos ha vendido el igualitarismo desde una seudopedagogía ramplona. Luego la vida exige otras cotas.

Hay que enseñar a asumir las rectificaciones como un hecho natural. Se aprende de los fallos tanto como de los aciertos. Se debe ayudar a los hijos a asumir las rectificaciones sin dramas y enseñarles que cada fallo ofrece una oportunidad para aprender y crecer.

Hay que ayudar a los hijos a ser realistas. No hay que ver la realidad como limitación sino como un hecho que debemos interpretar para asumirla y, en cuanto nos sea factible, superarla.

Comprometerse con objetivos en colaboración con los padres y docentes es una buena técnica para crecer moral y personalmente. Para ello, se hace necesaria una actuación conjunta desde la que se unifiquen criterios en pro de una abierta implicación diaria. La responsabilidad también se aprende.

Volviendo al sistema. Cualquier plan que pueda mejorar la decrepitud del panorama educativo español sería bienvenido: incentivación de la lectura; detección temprana de necesidades educativas; frenar el fracaso y el abandono escolar;, mejorar la preparación de los docentes; mayor implicación de las familias para que colaboren codo con codo con los profesionales...

Pedir mayor implicación familiar no es de ninguna manera abogar por un intrusismo que tanto daño ha hecho al sistema. En este caso no estoy hablando de dinero sino de una colaboración familia-escuela en pro de una calidad humana, moral y social de nuestros retoños. La familia y la escuela no pueden seguir tirando balones fuera. Pedir implicación familiar es reclamar una ayuda cooperativa por parte de la familia con los docentes para atender mejor a los alumnos.

Para parte de este “desiderátum” hace falta dinero y ahí tocamos fondo. La LOGSE no fue, a mi modesto entender, una de las mejores leyes de educación, pero lo bueno que aportaba fracasó por falta de financiación. La futura Ley Orgánica para la Mejora de la Calidad Educativa (LOMCE –ya el acrónimo me da grima-) se reducirá a un intento más de perpetuarse políticamente. El Estado debe proveer medios para una enseñanza buena. Padres y profesores debemos retomar la educación, toro este que hace tiempo se escapó.

Las altas tasas de fracaso escolar son una asignatura que hemos ido dejando para un lejano septiembre. La escuela como medio para integrarse en la comunidad, activa y eficazmente, es una materia que suele quedar fuera de los planes de estudio. Y ojo: la educación es la mejor fórmula para lograr una sociedad madura que sea más justa, más libre y más democrática.

PEPE CANTILLO
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