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Jes Jiménez | Dioses

Los dioses son invisibles –como los alienígenas o los fantasmas– para los que no tenemos la bendición de esa magnífica faceta de la imaginación a la que llamamos fe. Aunque, afortunadamente, miles o millones de artistas, a lo largo de la historia de la humanidad, nos han permitido asomarnos a la magnificencia de la divinidad a través de estampas, efigies y monumentales esculturas. De todo tipo y, casi siempre, utilizando los materiales más caros y sagrados.


Como era de esperar, los dioses son especiales, tienen características superiores a las de los seres humanos. Se les atribuyen poderes personales fantásticos que sobrepasan los límites ineludibles de los humanos. Los dioses desafían las leyes de la física y los principios biológicos más básicos. En los dioses proyectamos nuestros anhelos de superar las limitaciones que, como cualquier otro animal, tenemos que asumir.

Muy frecuentemente son inmortales o pretenden serlo. En Edipo en Colono podemos leer “Solamente los dioses están exentos de la vejez y de la muerte; todas las cosas que están fuera de ellos quedan dentro del tiempo soberano. La fuerza de la tierra se gasta, el vigor corporal desaparece; la confianza languidece, florece la desconfianza...”.

Pero esa pretensión de inmortalidad no es más que una vana ilusión, ya que muchos de ellos se extinguieron para siempre junto a sus seguidores. ¿Qué fue de Ereshkigal, diosa de la oscuridad y hermana mayor de Ishtar? En la Mesopotamia de hace casi 3.800 años era la reina del inframundo situado bajo las montañas del este, allí donde los muertos estaban reunidos. Hoy solamente queda esta enigmática imagen que se puede contemplar en el British Museum.


Es de suponer que, al igual que con la diosa de la oscuridad, ha sucedido con miles y miles de antiguos dioses. De su pretendida inmortalidad solo queda una leve e inconsistente memoria en alguna misteriosa inscripción o en alguna imagen desvaída por el paso de los siglos. Y lo mismo sucederá con los dioses que ahora se veneran por millones de fieles. Su inmortalidad se sustenta únicamente en la creencia sostenida por la multitud de sus seguidores. Sin ellos, su recuerdo se desvanecerá.

Una peculiar característica de los dioses es su parecido con nuestra especie. Una abrumadora proporción de los mismos se representa con un aspecto claramente humano, aunque a veces se mezcla con potentes características de uno o más animales. Un ejemplo claro lo tenemos en Ganesha, un dios muy venerado en el hinduismo y popular también entre los practicantes del budismo y del jainismo. Ganesha, con sus cuatro brazos, cumple esas características sobrehumanas que mencionaba más arriba y, además, tiene cabeza de elefante.

Es considerado un benéfico auxiliar ante los obstáculos de la vida, favorecedor de la buena suerte, patrón de las artes y, paradójicamente, de las ciencias. No sé a qué ciencias se referirá su patronazgo, pero desde luego no creo que incluya la biología evolutiva.


Precisamente de elefantes (y de jirafas) escribía en un artículo anterior mencionando sus prácticas sociales ante la muerte de alguno de ellos. Parece que, de alguna manera, compartimos la preocupación por la muerte. Los dioses con su ilusión de inmortalidad calman nuestra angustia y nos prometen que la muerte no es el final definitivo.

Todo esto me plantea una serie de preguntas: los dioses de los elefantes, los de las jirafas ¿tienen aspecto de elefante o de jirafa? ¿Y cómo son los dioses de delfines, mariposas o peces de colores? ¿Y los de los árboles o los volcanes, los de la lluvia o el viento? Ninguno de ellos tiene manos ni instrumentos con los que realizar piadosas imágenes de sus dioses. Además, es poco probable que estén dotados de la fe necesaria para acceder a la gozosa contemplación de la divinidad.

O quizás ¡duda terrible!, todos esos seres no tienen dioses que los consuelen de la enfermedad y de la muerte, que los animen al combate y que les den la luz de la verdad moral incuestionable. ¿Tampoco tendrán dioses que los hayan creado? Pero si sus dioses son también los nuestros –o, mejor dicho, nuestros dioses son también sus dioses– son dioses comunes a todo lo creado, ¿por qué los dioses se parecen tanto a los humanos?

La respuesta que se suele dar me parece de una ingenuidad infantil y, al mismo tiempo, de una soberbia gigantesca (casi “divina”): somos nosotros los que nos parecemos a los dioses y estamos hechos a semejanza de ellos, pero sin sus características superiores. Como si fuéramos una versión degradada de los mismos.

Mientras estoy escribiendo este artículo me cuentan el siguiente diálogo de Manuela (cinco años): “Abuela, ¿Crees en Dios?” La abuela duda unos instantes en silencio y la nieta la tranquiliza: “Yo no creo que exista Dios, pero hay gente que sí lo cree. Yo pienso que no merece la pena investigarlo”.

En otras palabras, ya lo dijo Jenófanes de Colofón (siglo V a.C.): “La verdad absoluta, respecto a los dioses y a todas las cosas de las que hablo, no la sabe nadie ni la sabrá. Incluso si alguien, casualmente, dice algo muy cierto, aun así no lo sabe; donde quiera que sea, solo se puede adivinar”.

JES JIMÉNEZ