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Carlos Serrano | Nostálgica crónica pandémica

La vista desde el balcón deja una panorámica de bloques de viviendas antiguos de ladrillos rojos y blancos junto a un parque con unas cintas amarillas, con cuadros negros, rodeando sus columpios. El silencio no es total, pues el piar de algunos pájaros no entiende de pandemias mundiales. Tampoco el ruido lejano de coches y alguna moto de trabajadores indispensables en estos momentos. A ellos se une algún búho. Las ocho de la mañana deja un ambiente de calma extraña.



Se respira en el ambiente que, en cualquier momento, un ruido romperá el silencio de incertidumbre, de monotonía impuesta. ¿Cómo serán los silencios en la desconocida y exótica Wuhan? No parece ya el barrio de obras molestas, niños corriendo, carros de la compra hacia arriba y hacia abajo. De señoras hablando a voz en grito y señores discutiendo sobre polémicas futboleras que perjudicaron a sus respectivos equipos. Sobrevive el camión del butano anunciando que lleva su mercancía naranja. Algún vecino asomado y pidiendo su encargo hace tener contacto con la realidad diaria, todavía viva, de la plaza.

Es extraño. La falta de ruido llama a la reflexión sobre el caos urbano y las prisas. Da igual el lugar de este globo imperfecto llamado mundo. Toda gran ciudad comparte esta pausa a la misma vez. Cada titular leído habla al mismo tiempo de esa calle donde vive y del otro extremo del Pacífico. También de cercanas calles y monumentos de la vieja Europa. No hay pasaporte ahora mismo. Todos iguales de jodidos. Eso no entiende de regímenes políticos ni banderas. Todos estos detalles habitan su cabeza mientras bebe café y mira por la ventana.

Las palomas se saben dueñas de ese microcosmos que son los aires acondicionados. Al igual que los míticos planos de Hitchcock, forman su ritual de toma de posiciones estratégicas en algunos balcones. Dan su organizado golpe de estado del aire ante los impotentes relamidos de cazador de algún que otro gato.

Mientras tanto, la radio habla de cifras de muerte, de vacunas que están por llegar, de mascarillas y guantes, de geles desinfectantes. De discusiones inútiles en las altas esferas políticas. Un horizonte nebuloso de incertidumbre llena esa isla inexplorada que es el futuro.

Queda saber cuál es nuestro nivel de aprendizaje en estos momentos, cuando sea un recuerdo el conjunto de estos días cero. Cero debido a la parada en nuestro ritmo de vida, al paréntesis. Uno, seguirá cada uno de esos habitantes llamados ciudadanos preocupándose exclusivamente de llegar exclusivamente a cada día treinta, o treinta y uno menos febrero loco, con las facturas pagadas. Solo viven ellos y sus problemas. Dos, quizás hayamos ganado en sentido de globalidad y preocupe más cuando estalle la próxima guerra en un país desconocido de África, o el desastre natural que asole alguna isla muy lejana y pobre.

Filósofos del optimismo por cojones afirman en su doctrina que saldremos siendo mejores. Que el coronavirus nos hará valorar más las citas con la familia y las amistades. No dice nada bueno sobre aquel que necesita una pandemia mundial para valorar estos dos pilares de una vida plena. No son de fiar los que necesitan el caos para darse cuenta de lo que realmente importa.

Se tachan días del calendario y se hacen planes cuando estos días terminen. Es difícil imaginar que reinen los abrazos efusivos y los besos. A lo mejor gana el miedo. Muchos se pensarán acudir a según qué sitios mirando la cantidad del aforo.

Otros, quizás, se dejen llevar por su vena emprendedora y con todo ese papel higiénico que les ha sobrado, junto con chocolate y la cerveza acumulada en su búnker particular, abran pequeños comercios que escapen del control de la desbordada burocracia. Esa incertidumbre es quizás la mejor noticia. El no saber lleva a preguntar, y el preguntar, a pensar respuestas. Quizás más de uno haya leído más de un libro. Ha hecho más un virus por la cultura que muchos ministros.

El cielo afuera está despejado, la naturaleza está abriéndose paso en impensables escenarios. Hermosos ciervos hacen turismo en mitad de carreteras sin automóviles, tranquilos e inocentes. Si fuera paranoico, afirmaría que esta situación es un gran corte de mangas del planeta al ser humano. Argumentos no le faltan. Afortunadamente, quedan videollamadas, con sus respetivas rondas etílicas, que permiten tener conciencia que no somos astronautas perdidos en el espacio al igual que en aquella gran canción de David Bowie.

Terminado el café. Ya se pueden apagar las luces del salón. Entra suficiente luz natural. Esa no deja de ir a cotizar día a día. Y al igual que a policías, doctores, currantes de supermercados, camioneros, repartidores de comida y a tantos que se esfuerzan en hacernos ganar un valioso tiempo, le debemos que valga la pena despertar un nuevo día.

CARLOS SERRANO MARTÍN
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