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Daniel Guerrero | Un año perdido

Vamos a despedir 2019 con una sensación de tiempo perdido, un tiempo malgastado en complicar los problemas en vez de resolverlos y de vivir en permanente estado de ansiedad, como si cabalgásemos un tigre imposible de domar. Estamos a punto de concluir estos 365 días y parece que volvemos a la casilla de salida para encontrar los mismos asuntos que ya nos habían malogrado el curso anterior. Ejemplo de este déjà vu es que seguimos sin Gobierno estable que pueda agotar la Legislatura, igual que en diciembre de 2018.



Y en esas estamos. Este año, para colmo, se han tenido celebrar dos elecciones generales (abril y noviembre) por la incapacidad de los elegidos de investir a un presidente de Gobierno. Por esa falta de acuerdo en los partidos sentados en el Congreso, llevamos instalados en la inestabilidad desde hace cerca de un lustro.

Sería, pues, una vergüenza que se tuvieran que convocar unas terceras elecciones para lograr por cansancio lo que no se consigue con diálogo y entendimiento: votar al candidato propuesto por el Rey y posibilitar que la minoría mayoritaria, puesto que nadie dispone de mayoría absoluta, pueda formar un Gobierno duradero.

Salvo esos parlamentarios, todo el país, desde la patronal a los sindicatos, la judicatura y las finanzas, las comunidades autónomas y la enseñanza, por citar algunos sectores, pide que se constituya sin tardanza un Gobierno que haga frente a los retos que tenemos pendientes en espera de decisiones.

Llevamos dos años con un presupuesto prorrogado, que es una irresponsabilidad que lastra el progreso y la economía de España. Y los únicos culpables de esta situación son los que no se avienen al entendimiento para conformar el Poder Ejecutivo.

Nuestros representantes no consiguen comportarse con ese espíritu de Estado que permite atender los intereses generales del país antes que los intereses partidistas. Son ellos, nuestros elegidos, los que nos han hecho desperdiciar todo este año, que a punto está de finalizar, con gobiernos en funciones desde que triunfara la moción de censura socialista contra el segundo Gobierno conservador de Mariano Rajoy, en mayo de 2018.

Ojalá 2020 nos permita disponer, al fin, de un Gobierno en España que no sea provisional y que se dedique durante cuatro años a administrar nuestros asuntos con entrega, responsabilidad y acierto. Espero que no sea mucho pedir.

La desconfianza no es infundada. Persiste todavía el “problema catalán” y serán diputados de un partido independentista los que tendrán que favorecer, con su abstención, la constitución de un Ejecutivo con ambición de agotar la Legislatura. Un problema que sigue enroscado en la demanda de una parte importante de la sociedad catalana de un supuesto “derecho a decidir” y de una legalidad constitucional que saltaría por los aires si aceptase la posibilidad de unas actuaciones que afectan a la unidad del Estado (independencia de una región) y la soberanía popular (decidiría sólo una parte del pueblo español).

La aplicación de las leyes ha llevado a juicio y ha condenado a los cabecillas de esas formaciones independentistas que convocaron un referéndum ilegal y declararon una independencia fugaz en Cataluña, cometiendo delitos de sedición y malversación de fondos públicos, entre otros.

Algunos de esos líderes, cuando permanecían en prisión provisional y gozaban de sus derechos cívicos, resultaron elegidos diputados del Parlamento Europeo, pero no pudieron recoger su acta ni tomar posesión de sus escaños por estar recluidos.

Un recurso al Tribunal de Justicia de la Unión Europea les ha reconocido su condición como tales y, por consiguiente, la inmunidad que, como cargos electos, les libraría de permanecer en prisión, en contra de la sentencia en firme del Tribunal Supremo.

Y la exigencia de una valoración al respecto por parte de la Abogacía del Estado es lo que impide, hasta ahora, que los independentistas apoyen la investidura del candidato y la constitución de un nuevo Gobierno. De ahí que sigamos instalados en la incertidumbre y la inestabilidad.

En cambio, en Andalucía continúa al frente de la Junta el Gobierno formado por el Partido Popular y Ciudadanos, las dos formaciones conservadoras que podrían desbloquear la ingobernabilidad de la Nación. Llevan casi un año en el poder con más errores que aciertos, pero con una enorme habilidad propagandística para rentabilizar sus acciones.

Hacen alarde de medidas sociales y progresistas mientras, al mismo tiempo, recortan gastos en servicios públicos y limitan derechos (protección a las víctimas de la violencia machista). Así, publicitan grandes “planes de choque” contra las listas de espera médica y, paralelamente, cierran centros de Salud en plenas vacaciones (verano y Navidad) y dejan de sustituir las bajas de los profesionales. Las concentraciones y manifestaciones de los trabajadores sanitarios son continuas.

Poco a poco, el Gobierno andaluz va implementando políticas neoliberales que benefician a los que más tienen y perjudican a los más necesitados, al deteriorar los servicios públicos (sanidad, educación, dependencia...) e incentivar la iniciativa privada.

La labor de zapa de lo público es lenta pero imparable. Y tiene su coste: el goteo de altos cargos dimitidos o cesados este año (más de una treintena) ha sido constante, bien por diferencias en la gestión, bien por la remuneración del cargo, bien por incompatibilidades con la actividad privada. El balance es un Gobierno en permanente remoción de su personal de alta dirección.

Precisamente, ese Gobierno conservador de Andalucía, al poco de tomar posesión (enero 2019) tuvo que enfrentarse al mayor problema infeccioso de los últimos años en España: el contagio con listeriosis de más de un centenar de personas por consumir carne mechada contaminada y no haber sido detectada por los controles de Sanidad.

A causa de la infección, tres personas fallecieron y se produjeron varios abortos, además de tener que ingresar en los hospitales a decenas de víctimas del brote de listeriosis para ser sometidas a tratamiento antibiótico preventivo.

Una empresa sevillana, Magrudis, comercializaba la carne contaminada a pesar de tener constancia de ello y sin que los controles sanitarios, tanto del Ayuntamiento como de la Junta de Andalucía (que se cruzaron reproches mutuamente) lo detectara ni lo previniera. Sea como fuese, el daño a la salud de las personas, con víctimas mortales, y a la industria cárnica (con una caída de las ventas del 60 por ciento) fue considerable. Y nadie ha dimitido ni ha sido cesado por ello.

Y ha sido en Andalucía, también, donde la corrupción política ha sido duramente castigada por los tribunales. Dos expresidentes de la Junta de Andalucía (Manuel Chaves y José Antonio Griñán) y otros ex altos cargos de la etapa de gobiernos socialistas han sido condenados por la Audiencia de Sevilla a penas de prisión e inhabilitación, según los casos, por el llamado caso ERE.

Se trata de la trama que desvió fondos destinados a ayudar a empresas en crisis y trabajadores despedidos. Para ello se utilizaron mecanismos irregulares que carecían de control por parte de la Intervención de la Junta y que facilitaron la concesión de esas ayudas sociolaborales de manera arbitraria. Según la sentencia, existe responsabilidad penal en los políticos condenados, aunque no tuvieran ánimo de lucro personal.

Las tramas de corrupción política e institucional en España han salpicado a todos los partidos que han detentado la capacidad de gobernar desde que se instauró la democracia. Tanto PSOE como PP, así como la extinta CiU y PNV, por enumerar algunos partidos implicados, cuentan en su historial con escándalos de esta naturaleza. Y esta sentencia a líderes históricos del PSOE andaluz ha venido a poner freno a una lacra que ha contribuido a desprestigiar la política y a instalar en los ciudadanos la desconfianza y la indignación.

Pero este año, también, ha traído acontecimientos que nos han situado a la altura de las democracias con menos hipotecas con su pasado. En este 2019 se ha corregido la “anormalidad” democrática de tener enterrado a un dictador en un santuario religioso que se financia con dinero público donde era exaltado por los incondicionales del fascismo.

Tras un laborioso proceso judicial, promovido por los familiares para entorpecer la iniciativa, el Gobierno pudo exhumar los restos de Francisco Franco y trasladarlos a un panteón familiar. Las criticas por una higiénica cuestión de decencia democrática no faltaron para una acción que contaba con el acuerdo parlamentario y gubernamental pertinente, sin que hasta entonces llegara a materializarse. Por fin, España recobra la normalidad democrática de situar en su sitio –como hizo Alemania con Hitler o Italia con Mussolini– a los personajes que protagonizaron las páginas más negras de su historia.

Como colofón a este resumen podría citarse la vigésimo quinta Cumbre del Clima (COP25) celebrada en Madrid, organizada por la ONU, y que debía celebrarse en Chile, país que la presidió. Se trata de una Conferencia, en la Convención Marco de Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, en la que líderes mundiales de los países comprometidos se reúnen para adoptar medidas tendentes a reducir las emisiones de gases de efecto invernadero y combatir el calentamiento de la atmósfera.

En una cumbre anterior, la de 2015, se adoptó el Acuerdo de París (del que se salió Estados Unidos), ratificado por casi 200 países, con el objetivo de mantener el aumento de la temperatura media mundial por debajo de 2 grados y hacer más esfuerzos para que no supere los 1,5 respecto a las temperaturas preindustriales. Ello solo es posible reduciendo el volumen de las emisiones de CO2 a la atmósfera.

Pero el acuerdo adoptado en Madrid, denominado “Chile-Madrid, Tiempo de Actuar”, no fue ambicioso por las discrepancias entre países. Los principales emisores de gases (China, India, Estados Unidos y Rusia) se negaron a aumentar sus restricciones contaminantes, por lo que, de seguir las emisiones a los ritmos actuales, 2019 marcará nuevos récords en incremento de temperatura y de concentración de gases de efecto invernadero en la atmósfera.

Como señaló la presidenta de la COP25, Carolina Schmidt, “los acuerdos alcanzados no son suficientes para afrontar con sentido de urgencia la crisis del cambio climático” que ya estamos sufriendo. Una desgracia para el mundo y los que vivimos en él, aunque la organización española del evento fuera todo un éxito.

DANIEL GUERRERO