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Carmen Suárez | La pared del acantilado

Estábamos al borde de la charca cuando llegaron. Un resplandor en el cielo, un ruido ensordecedor. Las ranas saltaron y se sumergieron en el agua, los pájaros abrieron sus alas y huyeron volando. Andrés me dijo que había un felino de los pantanos a escasos metros y que también huía. Lo busqué, pero mi hermano me echó en cara que había tardado mucho en mirar y que ahora ya no estaba. Triste porque no había visto a la legendaria criatura, lo seguí a través de los marjales. Más allá del faro, del acantilado, había una ciudad de edificios blancos ocupados por el bosque.



Subimos a lo alto por las estrechas escaleras de piedra. Dalia nos había prohibido tomar ese camino. Pero ella estaba ahora en casa, más abajo. La niebla cubría los marjales y nadie podía vernos desde el suelo. Lo único que distinguíamos eran los escalones y la luz del faro sobre nuestras cabezas.

Mi infancia la pasé allí, en la ciénaga cerca de la gran ciudad. Un puñado de casas, cabañas de pescadores. No había término medio en las edades: o eras un anciano o eras un niño. Las viejas costumbres no morían y ni mi hermano ni yo creíamos que tuviéramos madre o padre. La única persona de mediana edad era la farera. No sabíamos cómo se llamaba. Era un mujer grande, de hombros y cara anchos y muy fuerte. Tenía el pelo del color de la arena seca y marcas de acné. Pero había algo en ella que atraía a todos los niños de los marjales. No era especialmente amable pero tampoco cruel. Si podía, nos dejaba pasar y subir a lo alto del faro. Desde allí podíamos ver, en los escasos días despejados, a las ballenas.

Mi hermano llegó primero a la cumbre. La niebla era más ligera allí y la ciudad en la bahía se hacía visible ante nosotros. Pero no había rastro de los visitantes. Andrés quiso caminar hacia la ciudad, bajar por la pared de roca y que tuviéramos que volver cuando fuera de noche. Dejé a mi hermano marchar y me dirigí al faro. La puerta, como siempre, se abrió antes de que llamara. Como si la mujer estuviera esperando a que alguien se acercara.

–¿Los has visto? –pregunté. Sus ojos verdes estaban vidriosos, como si no me viera, como si estuviera a punto de echarse a llorar. Yo tenía siete años y de verdad creía que quería llorar.

–Sí –respondió–. Tu hermano no debería bajar por el acantilado. Esta noche lloverá y el día ya es muy húmedo. Las piedras estarán mojadas y se caerá.

–Nunca se cae.

Me dejó pasar. El interior del faro era oscuro, lleno de aparejos de pesca. Un camastro en un rincón. Objetos plateados y de cristal cuya función desconocía estaban desperdigados en lo que a mí me parecía un desorden impropio de una adulta. Me agarré a la barandilla de metal y empecé a subir. Ella no me siguió. Se quedó en la puerta, dejando entrar retazos de niebla.

Desde arriba podía mirar el mar. Dalia me había dicho que cuando llegamos por primera vez no había tierra. Que tuvimos que esperar años y que los primeros vivíamos en casas bajo el agua. Pero que un día hubo un temblor enorme y que la tierra empezó a formarse y que a partir de entonces estuvimos solos. Pero ahora regresaban.

Las historias de Dalia no me interesaban. Yo sólo quería ver la ciudad y la criatura de metal que había descendido de los cielos. Pero el mar, como siempre, atrajo más mi atención. No podía distinguir con claridad la superficie. De vez en cuando, alzaba la vista hasta la gran bombilla del faro.

Un chasquido a mi izquierda y un pequeño destello de luz. La farera aspiró y espiró con lentitud y el humo chocó contra la ventana.

–Hoy no se verán ballenas –me dijo. Me puse de puntillas, para comprobar que no estuvieran escondidas a los pies del acantilado. Una mano fuerte me agarró por el cuello del jersey y me echó con cuidado hacia atrás.

–Te vas a caer contra el cristal.

Me revolví, me soltó, bajé corriendo. Mi hermano ya no estaba. Me acerqué al borde, a la pared, y distinguí una figura oscura al fondo. Me di la vuelta y regresé a casa por el camino correcto. A través del bosque.

Dalia lloraba cuando mi hermano apareció a altas horas de la noche. Tenía las mejillas sonrosadas y los ojos febriles. Daba saltos, hablaba muy alto, apartaba a Dalia de su camino y contaba mil historias de mundos lejanos. Yo, en el camastro, me arrebujaba en la manta de pelo para conservar el calor. No me había incorporado y mi hermano pasaba una y otra vez en torno a la estufa de turba y al hogar, todavía encendido. Dalia intentaba acostarlo. Murmuraba ajena a él una lista de enfermedades que podías pillar en la ciudad. Cuando comprendió que era imposible pararle, se sentó en mi camastro y me pegó un pellizco en la pierna.

–Tú no te vayas a la ciudad –me dijo–. No te vayas nunca. –Sollozó– Quédate conmigo.

Cerré los ojos. Mi hermano seguía hablando atropelladamente de las naves espaciales.

La vida en los marjales no cambió. Cada mañana Dalia nos despertaba, nos mandaba a la cabaña comunal y allí nos instruían. Qué era lo que nos enseñaban no lo recuerdo. Tradiciones, cuentos, mitos. Cazábamos ranas por la tarde, tal vez algún pescado. Mi hermano miraba siempre más allá del faro. Los otros niños querían ir, ver las naves, a los extranjeros. La farera, un día, nos dijo que la mayoría estaban enfermos.

–Nunca han venido –nos contó un día despejado, apoyados en lo alto del faro–. Han enfermado de cosas que a nosotros no nos afectan.

–¿Y si vamos nosotros con ellos también enfermaremos? –preguntó mi hermano.

–Sí.

–Son muy altos –dijo mi hermano.

–Algunos se han pasado más tiempo fuera de sus planetas que con los pies en ellos.

Yo no sabía a qué se referían. Buscaba con avidez las ballenas. Las señalaba, decía de qué raza eran, intentaba averiguar su edad y sexo. En los libros de la farera había esqueletos y me aprendí los nombres de sus huesos. A veces, con los que llegaban a la playa, tallábamos figuras. Antes Andrés había sido muy bueno. Siempre me regalaba felinos, ballenas y ranas. Ahora no tallaba. Su mente se hallaba perdida en las maravillas que había visto en la ciudad blanca ocupada por el bosque. Subía al faro a menudo. La mayoría de las veces la mujer no le dejaba entrar, así que se sentaba al borde de la pared del acantilado, observando la bahía. Si yo estaba a su lado, me repetía las historias que había contado una y otra vez. Si eran otros niños los que estaban cerca, callaba.

Dalia vivía obsesionada también con la ciudad. Cada día se dedicaba a lamentarse, a darme pellizcos y hacerme prometer que nunca iría. Limpiaba la casa, que nunca dejó de parecer sucia, y sacaba ratones y arañas de todos los rincones y los dejaba fuera. Sus manos temblaban. Una noche no abrió la puerta a Andrés. Le dijo que había vuelto muy tarde. No había luz en la cabaña pero yo distinguía su voluminosa figura junto a la puerta, aguardando las palabras de mi hermano. Pero él no dijo nada, no discutió. Durmió en la casa continua, donde le abrieron sin preguntas. Dalia lloró toda la noche al lado de mi cama, agarrándome como si temiera que fuera a desaparecer.

Cada día que pasaba era una prueba y pronto me descubrí aguantando la respiración, esperando. Algo iba a suceder pero yo no sabía qué. Era una intuición infantil que apenas afectaba a mis actividades diarias. Dalia miraba a menudo por las ventanas y salía a los marjales a pesar de que la humedad le sentaba mal a los huesos. Andrés desaparecía cada día tras la pared del acantilado. Todos aguardábamos. Acepté con naturalidad este hecho.

Cuando los mercaderes ambulantes llegaron a los marjales, Andrés les preguntó por la ciudad, por los que habían llegado. Pero nadie tenía noticias. No venían de ella, sino que iban a ella. Le prometieron que, a la vuelta, le contarían lo que supieran. Dalia les gritó que no le llenaran la cabeza de fantasías. Me compró cromos sabiendo que la humedad los estropearía y un libro sobre ballenas. También adquirió mantas, leña de verdad y no turba, tela de un vivo color azul y abalorios. Mi hermano vendió sus figuras de hueso y lloré por su pérdida. Me parecía un sacrilegio, algo prohibido. Para mí significaban conceptos como hogar o casa aunque todas las cabañas tuvieran esas figuras. Tal vez por eso la comunidad entera era una familia, una casa. La mayoría de los niños turnaban su tiempo entre las cabañas. Mi hermano y yo éramos una excepción. Dalia había insistido siempre en quedarse con nosotros y rechazaba a los otros niños.

–Es lo que se me debe –decía cuando le preguntábamos. Ni me molesté en inquirir más.

Una noche, Dalia discutió de nuevo con mi hermano. Una nueva nave llegaría, nos había dicho la farera. Andrés quería ir a toda costa. Encendió un fuego de leña e hizo la cena para ablandar a Dalia, pero ella gritaba, gesticulaba, se negaba a dejarle marchar. No lloró en ningún momento, pero su rostro estaba deformado en una extraña mueca que me daba miedo. Amenazó a mi hermano con amarrarle a la cabaña hasta que se hubieran ido. Él gritaba, discutía, la llamaba vieja loca y otras cosas hirientes. Dalia se aferraba a mi mano, pero no con fuerza, no para atraparme, sino porque necesitaba que alguien lo hiciera.

Mi hermano, en un arrebato, empujó a Dalia, hizo que se separara de mí y huyó por la puerta. Lo llamé a gritos, le perseguí. En las otras cabañas se encendían luces y salían a ver qué pasaba. Algunos intentaron detenerlo. Pero no porque creyeran que Dalia tenía razón, sino porque era tarde, era peligroso, podría ir por la mañana, nadie iba a impedírselo. Casi era mayor de edad. Pero él escapó. Lo busqué por los marjales y pronto el tono de los gritos de las cabañas cambió y supe que ahora era yo la que para ellos estaba perdida. Era una noche con mucha niebla pero conocía los caminos y a dónde se dirigía mi hermano.

Subí los escalones con una mano sobre la pared del acantilado. Lo hice con cuidado, resbalaban. La luz del faro sobre mí era la única guía. La niebla era tan densa que cuando llegué arriba fue como entrar en otro mundo. Uno gris, desdibujado, en el cual no veía más allá de unos pocos pasos. Me sentí muy sola y desorientada, por lo que puse rumbo al faro, al centro de la luz que se difuminaba por la niebla. La puerta no se abrió y tuve que llamar. A los pocos minutos llegó la mujer. Vestía como siempre y parecía sorprendida al verme. Fue entonces cuando me di cuenta de que estaba llorando y sólo pude decir "hermano, hermano", mientras me asaltaban los sollozos. Ella cogió una linterna y se adentró en la bruma. La seguí, agarrándome al bajo de su impermeable. Recorrimos con cuidado la pared del acantilado que daba a la ciudad. Distinguí una figura oscura al fondo.

–¡Allí! –dije con alegría. Pero la figura no se movía.

–Apártate –me dijo la farera–. No se puede bajar esta noche.

No lo entendía. Me cogió de la mano y me llevó de vuelta. Su agarre era fuerte a pesar de que intenté soltarme. Me sentó en un taburete, me miró con sus acuosos ojos verdes. Me dijo que dormiría allí, que mañana todo habría terminado. Me dio algo de beber.

Me desperté y hallé la puerta del faro abierta. Los ancianos estaban todos allí, al borde de la pared del acantilado. La farera y Dalia inclinadas sobre un fardo. Era una bolsa, como en las que metían a los ancianos cuando fallecían. No había niños. Avancé temiendo que me echaran. Las manos de Dalia me buscaron, pero fui apartada. Otra anciana, Clara, me abrazó en su lugar. Dalia lloró desconsoladamente.

Cuando recuerdo mi infancia me sorprendo. Ahora, a miles de años luz de mi hogar natal lo único en lo que sigo pensando es en mi hermano y las ballenas. El día que murió las oí a través de la niebla. Era un canto muy triste.

CARMEN SUÁREZ
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