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Lo fatal

Entra uno en las vacaciones con el regusto amargo de un final de curso atroz: las periódicas revelaciones del caso Bárcenas, las escuchas de EE.UU. a sus aliados europeos o el accidente de tren de Santiago con su lamentable cobertura mediática no nos dejan reconciliarnos ni con el mundo ni con nosotros mismos, por ser incapaces de avistar una salida de este túnel de inmundicia moral.

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Asimismo, uno no consigue tampoco volverse indiferente a la repetición de clichés y tópicos en la discusión política, así como a la jactancia de la propia ignorancia. Porque tan reprochable es que el participante en la esfera pública pretenda manipularnos con sus eslóganes construidos en una agencia de relaciones públicas como que nos arrojen a la cara un discurso anacrónico o simplista sin que importe que haya sido refutado mil veces.

Despreciable es, también, que los otrora medios de comunicación serios compitan por la noticia más sinvergüenza y amoral, y que descontextualicen el pasado para explicar el presente. Una pelea impúdica y desgraciada que los hace peores y que nos obliga a muchos a darles la espalda.

Tenemos una esfera pública destrozada a base de representantes políticos que nos sermonean, pero no nos dicen nada que nos importe, cuando no nos mienten sin rubor. Partidos que dan toda la impresión de haber abandonado hace tiempo su conexión con el ciudadano común, su deseo de representarlo y darle voz y se limitan a luchar por ocupar los órganos de poder y mantenerse el mayor tiempo posible.

En ese destrozo también han intervenido los medios de comunicación, que critican al partido político no afín, pero que tienen en común su servidumbre respecto de los poderes económicos. Medios de comunicación en cuya definición la palabra más importante es la de negocio. Y si se considera que es normal, ¿por qué no lo explicitan cada vez que pretenden informar sobre asuntos que les conciernen a ellos o a su accionistas?

Además, ¿en qué medida unos medios de comunicación orientados en primer lugar a la rentabilidad económica pueden ser los intermediarios entre la ciudadanía y el poder político? ¿Es posible pensar que la composición del accionariado y el reparto de dividendos no constituyan un obstáculo a ese fluir de demandas e inquietudes ciudadanas?

En otros tiempos, quizá hace mucho, leer la prensa y ver/oír los informativos a diario era propio de un ciudadano culto, deseoso de estar bien informado, y con preocupaciones políticas. Hoy, es posible que lo más razonable sea, en muchas ocasiones, no prestarles atención en absoluto.

Por ejemplo, del accidente ferroviario de Santiago nos han informado por exceso: en un esfuerzo casi que parece coordinado de señalar a un único responsable, gracias a los medios de comunicación conocemos la vida y milagros del maquinista, su cuenta en Facebook, la opinión que tienen de él sus compañeros y hasta dónde vive, por no hablar de los testimonios de los héroes de la tragedia en sus múltiples variantes y ramificaciones.

Me atrevo a pensar que del accidente habría querido saber, quizá, el número de víctimas (por conocer la magnitud del suceso) y por qué se produjo (falta de señalización, fallo mecánico, fallo humano). Lo demás, no me parece información ni periodismo, sino otra cosa.

No resulta arriesgado señalar, en esta línea, que muchos ciudadanos carecen de referentes políticos y de medios de comunicación dignos de su confianza. El hartazgo es tal que las palabras de cualquier político se ponen en duda por sistema, pero no por su contenido (aunque también), sino por provenir de un político, en una especie de falacia ad hominem generalizada.

Y leyendo los titulares de un periódico son legión los que se preguntan: "¿Y será verdad?". Por no hablar de los editoriales, que suelen ser un ejemplo nada sutil de "Lo que me interesa, a quien corresponda". Desconozco si esta sensación, que creo percibir como generalizada (aunque puedo estar equivocado porque no soy el portavoz de la ciudadanía), es semejante a otras sociedades u otros momentos históricos.

En este contexto, surgen las voces de aquellos que dicen que la apostasía partidista es "peligrosa" porque podría propiciar la aparición de líderes populistas o entes monstruosos parecidos. Podría ser el caso, aunque ahora mismo parece una posibilidad harto dudosa.

No obstante, lo curioso del asunto es que la responsabilidad de que eso ocurra se le endilga por completo a la ciudadanía. Sí, a esa misma a la que se le deniega en la práctica cualquier posibilidad de iniciativa política y a la que se le suele espetar, vía mensajes institucionales, el "o lo tomas o lo dejas".

En cambio, esos partidos y esa clase política se exoneran de toda responsabilidad a causa del supuesto pragmatismo inherente a la praxis de la gobernabilidad. En otras palabras, las consecuencias de la mala gestión gubernamental y legislativa, traducida en inestabilidad política, social y económica, se trasladan por completo a la ciudadanía, sometida a efectos prácticos a un chantaje que se revela en la falsa disyuntiva de elegir lo malo o lo peor.

Y qué decir de aquello que "no conocemos y apenas sospechamos": las compañías transnacionales, tanto productoras de bienes como explotadoras de recursos naturales, la contaminación a escala mundial, las gigantescas entidades financieras que parecen mandar a su antojo, las élites mundiales que no rinden cuentas a nadie... El mundo parece encaminado hacia el precipicio y nosotros vamos con él con los ojos vendados.

Son malos tiempos, en definitiva, aunque sea verano. Mientras la mentira y el exabrupto de los políticos y de los consejeros delegados sea repetida, amplificada y publicada sin crítica ni control por los medios de comunicación, me temo que los ciudadanos deberemos buscar vías alternativas de información y de expresión.  

Parte de nuestra responsabilidad consiste precisamente en criticar aquello que nos parezca mal y lo que se podría mejorar. No creo que sea necesario dedicarnos la totalidad de nuestro tiempo a estas tareas, pero sí deberíamos, al menos, hacer examen de conciencia cada vez que percibamos la injusticia y, como mínimo, no permanecer callados ante ella.

Además, por qué no, formarnos. Nadie se ha hecho un experto en un asunto leyendo periódicos ni viendo el telediario. La información cotidiana debe contrastarse con un conocimiento más general de Historia, Economía, Filosofía o cualquier otra rama del saber que los enmarque con mayor precisión.

Sí, es aquí cuando debemos llevarnos las manos a la cabeza por la educación básica que hemos sufrido los españoles durante generaciones, y por la apatía congénita o inducida en la que de forma tan placentera hemos retozado tanto tiempo.

UBALDO SUÁREZ
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