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Aureliano Sáinz | Arte y horror: ¿Irás al Infierno? (y 2)

Los investigadores nos dicen que Jeroen Anthonissen van Aken, que así era el nombre de El Bosco en su partida de nacimiento, vino a este mundo, allá por 1450, en la localidad de ‘s-Hertogenbosh (que traducida al castellano sería El bosque del duque), ubicada en el condado de Brabante. Pertenecía a una familia de pintores, ya que su padre, Anthonius, y sus tres hermanos mayores trabajaban dentro de esta profesión. También tuvo dos hermanas, pero dado que por entonces el destino de la mujer era el del cuidado de la casa y de la familia, no hay referencias a ellas si exceptuamos los nombres de las mismas.



De su infancia, como suele suceder en personajes que adquirieron la fama de adultos, no se tienen datos. De todos modos, debemos entender que la vida de El Bosco era de lo más tranquila y apacible, ya que toda su actividad conocida se desarrolla fundamentalmente en la localidad en la que nació.

Cuando cuenta con 31 años se casa con Aleid, hija de una acaudalada familia de comerciantes. No tuvieron descendencia, por lo que la vida de Jeroen se movía alrededor del taller que heredado de su padre se convirtió en el centro de toda su vida creativa.

Cabe suponer que era una persona muy religiosa, dado que se tiene información de su pertenencia a la Ilustre Hermandad de Nuestra Señora, dedicada al culto de la Virgen. Este dato es un tanto curioso, pues de la Virgen (si exceptuamos algunos lienzos dedicados a la vida de Jesús, como el Nacimiento, las Bodas de Caná o la Crucifixión) no realizó ninguno destinado a exaltar su figura; lo opuesto a la iconografía religiosa de la Edad Media e inicios del Renacimiento, en la que la figura de la Virgen era representada con frecuencia.

Por otro lado, a diferencia de otros pintores flamencos de los siglos XV y XVI, caso de Patinir o Brueghel que en sus lienzos sí plasmaron escenas cotidianas de la población holandesa, en El Bosco prácticamente toda su obra giraba alrededor de las escenas de contenido religioso.

Esto no nos debe de extrañar, pues el poder de la Iglesia por entonces era enorme. Hemos de tener en cuenta que ‘s-Hertogenbosh, con una población aproximada de diecisiete mil habitantes, contaba con una treintena de edificios destinados al culto, atendidos por 930 religiosos y 160 beguinas, es decir, mujeres organizadas para actividades de corte caritativo, como la ayuda a los pobres y los enfermos.

Tal como apunté en la primera entrega, El Bosco falleció a la edad de 65 años, a comienzos del mes de agosto de 1516, en medio de una epidemia de cólera que se declaró en la ciudad a principios de ese verano.

Pero antes de su muerte, los españoles tuvimos la suerte (en la parte que indicaré) de contar con un rey, Felipe II, que seguía con todo fervor los planteamientos de la Contrarreforma, no permitiendo que los seguidores de Lutero, Calvino o Zwinglio penetraran en la península ibérica.

Me refiero a que, bajo los consejos de fray José de Sigüenza, acabó entusiasmándose con los cuadros de El Bosco, por lo que adquiere obras tan relevantes como El jardín de las delicias o La mesa de los siete pecados capitales. Así, con el paso del tiempo, el Museo del Prado se convertiría en el lugar que posee la mejor colección de trabajos de este genio.

Pero antes de que pasemos a ver y comentar la tercera tabla del tríptico El jardín de las delicias, aquella en la que nos narra su visión del infierno, me gustaría que nos acercáramos a la interpretación que sobre la muerte y el paso a la otra vida realizó Joachim Patinir en su lienzo Caronte cruzando la laguna Estigia.

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Patinir, siguiendo los relatos de Virgilio en la Eneida y Dante en su Inferno, nos muestra a Caronte el barquero que lleva a las almas de los fallecidos a través de la laguna Estigia, uno de los cuatro ríos subterráneos, sea al cielo (en la izquierda) o al infierno (en la derecha). Es una pintura más bien amable, en la que la entrada hacia el infierno, o Hades, se muestra como una torre medieval, vigilada por Cerbero, un perro de tres cabezas. Una vez pasada la puerta, unos fuegos distantes esperan a las almas de los condenados.

Sin embargo, las escenas descritas por El Bosco, en sus distintas versiones del infierno, configuran una verdadera galería de horrores salida de una mente que tenía como finalidad la instrucción moral, ya que una parte significativa de su obra versa sobre temas religiosos, dando especial relevancia al esquema existencial en el que se movía la gente de la Edad Media.

Este esquema es el que desarrolla en algunos de sus trípticos: en la izquierda, Adán y Eva viviendo felices en el Paraíso terrenal, hasta que, seducidos por el maligno en forma de serpiente, desobedecen el mandato divino por lo que son desterrados del mismo; en el centro, grupos variopintos de hombres y mujeres se encuentran en la tierra, algunos tentados por el placer de la lujuria; finalmente, en la derecha, se describe que tras la muerte viene el juicio en el que muchos serán condenados eternamente al infierno.

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La visión de tres espacios diferenciados -paraíso terrenal, tierra, infierno-, es el que se muestra en El Jardín de las delicias, el archiconocido tríptico que se encuentra en el Museo del Prado en una sala dedicada al pintor holandés.

Esta magistral obra responde claramente a ese esquema. Y puesto que es en la tercera tabla, de tipo rectangular vertical, donde plasma su visión del infierno, analizaremos las cuatro partes en las que se puede dividir, yendo de arriba hacia abajo.

Así, en la parte superior, nos muestra una muralla con una puerta que da acceso a los parajes infernales. Como podemos comprobar, a diferencia del cuadro de Patinir en el que Caronte llevaba una única pequeña figura a través de la laguna Estigia, y que representaba el alma del fallecido, en el caso de El Bosco son legiones los que, arremolinados y desnudos, son conducidos por soldados hacia la puerta de entrada.

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Una vez que los réprobos han traspasado la puerta del infierno, los demonios, que en la parte superior de la tabla aparecen pintados en pequeñas siluetas, les guían a las distintas estancias en las que, curiosamente, no es el fuego el protagonista, sino monstruos deformes, mezclas de hombre y animal, los encargados de las torturas.

En la misma, podemos ver en el centro de la escena a una especie de hombre-árbol, cuyo cuerpo hueco cobija a personajes en su interior. Observar cada una de las escenas que se desarrollan alrededor del mismo es penetrar en un mundo onírico, en el que el absurdo y la locura parecen unirse sin posibilidad de encontrar nada que se guíe por la razón humana.

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Algo que siempre me ha llamado la atención, y que no he logrado ver comentado por ninguno de los autores que han estudiado la obra de Jeroen van Aken, es su obsesión por las penetraciones anales. Estas aparecen abundantemente en sus lienzos y tablas, sea cuando representan a los personajes ubicados en la tierra o en el infierno.

Pero esas penetraciones no son de tipo carnal, pues se realizan con distintos instrumentos: cuchillos, lanzas, flechas e, incluso, por una flauta, como le acontece a un personaje que se muestra de espaldas sosteniendo un fagot.

Otras de sus obsesiones estaban centradas en las defecaciones. Así, en esta tercera parte, vemos a un hombre-pájaro comiéndose a un condenado, de cuyo ano van saliendo golondrinas, mientras que el monstruo azulado defeca personajes en una bolsa azul, para caer, finalmente, a un hueco circular que ya se encuentra en la parte más baja.

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La tercera tabla del tríptico de El jardín de las delicias acaba con la representación de diversas escenas en la que los monstruos son distintos animales metamorfoseados para terror de quienes los tienen que sufrir eternamente.

Encontramos un conejo que porta un cuerpo femenino en una lanza; un cerdo cubierto con una toca que husmea a un personaje que desea alejarse del mismo; una extraña y grotesca figura de color verde, con pies en forma de raíces y cuyo ano transparente contiene una cabeza masculina; pequeñas figuras vestidas con armamento militar que se abalanzan o amenazan… Un extraño mundo en el que la locura parece presidir el destino de quienes no siguieron a rajatabla la doctrina marcada por la ortodoxia religiosa.

* * * * *

Para cerrar, amigo lector / amiga lectora, una vez que hemos llevado a cabo un breve recorrido por la obra ‘bosquiana’, siento darte un enorme disgusto: el infierno no existe. Ya sé que te habías ilusionado con visitarlo antes de que la parca, esa señora tan fea y tan esquelética que vendrá a por nosotros con una guadaña, te dijera que tu tiempo aquí se acabó, que no se admiten más prórrogas y que ya está bien de darle vueltas al asunto.

Y es que los habitantes del siglo veintiuno nos hemos creído que venimos al mundo como invitados a una fiesta que no tiene horario de cierre, al tiempo que nos hemos convertido en unos inveterados turistas que queremos ir a todos los sitios, por muy distantes que estén o muy exóticos que sean, y que, como insaciables niños, deseamos verlo y tocarlo todo.

Lo lamento. No sabes cómo siento disgustarte. Pero es que ni antropólogos, ni arqueólogos, ni espeleólogos… ni siquiera astrofísicos han encontrado la más mínima señal que nos indique dónde se encuentra la puerta que conduce a ese dichoso lugar. De todos modos, no te aflijas, te recomiendo que visites la exposición de El Bosco, por lo que podrás decirles a tus amistades que has estado en el infierno, sí, sí, el mismísimo infierno, y que te ha parecido un fantástico lugar que merece la pena visitar.

AURELIANO SÁINZ
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