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Pablo Poó | ¿Son nuestros hijos felices?

No responda. Les corresponde a ellos esa respuesta. Está claro que ustedes se han desvivido para hacer que sus hijos sean felices. Nosotros, sus profesores, en la escuela y dentro de nuestras posibilidades, también lo hemos intentado, pero ¿lo hemos conseguido? La respuesta dependerá en gran medida de si hemos sido capaces de ofrecerles a nuestros jóvenes una definición válida de lo que es la felicidad. En definitiva, si les hemos enseñado la felicidad verdadera.



La semana pasada estábamos leyendo en 4º de ESO un fragmento de Robinson Crusoe, obra del inglés Daniel Defoe. En concreto, trabajábamos el momento de la novela en que el padre de Robinson, postrado en su recámara por culpa de la gota, aconseja a su hijo que no se vaya al extranjero en busca de aventuras. Buena parte de razón tenía el hombre teniendo en cuenta cómo acabó su vástago…

Le dice que solo los que tienen ánimo de vagabundo o los locos son capaces de abandonar casa y patria por esa clase de extravagantes proyectos. Finalmente, y como argumento principal, le habla de la felicidad, entendida en aquella época como un concepto social y económico: la verdadera felicidad es la de la clase media, que evita las penurias de la clase baja y los agobios de la clase alta. La verdadera felicidad, para el padre de Crusoe, está en no ser ni rico ni pobre.

Discutimos el tema en clase y me di cuenta de que mis alumnos tienen un concepto de felicidad tan sui géneris como el del fragmento leído en clase. Del debate que surgió extrajimos una serie de conclusiones sobre lo que debería ser la auténtica felicidad:

1. La felicidad es algo positivo: nada que te esté haciendo daño te puede hacer feliz. Una relación sentimental, por ejemplo, donde hay más discusiones que palabras de amor, donde hay peleas, celos, desconfianza… te hace sufrir, no ser feliz. La felicidad, por tanto, debe ser buscada en la alegría, en lo que nos motiva a seguir adelante, en lo que nos reconforta. Nunca en lo que nos hace daño.

2. La felicidad se encuentra en muchas cosas a la vez: si centramos nuestra felicidad en una cosa, persona u objetivo, si no conseguimos lo que nos hemos propuesto seremos infelices de por vida. Hay que diversificar y encontrar en cada pequeño detalle y en cada día algo que nos haga felices.



Podemos tener un trabajo que no nos guste pero, en cambio, al salir, nuestras aficiones, familia o amigos pueden darnos todo lo que esa jornada laboral no es capaz de ofrecernos. Claro que hay momentos en la vida en los que nuestra felicidad queda secuestrada por algún motivo importante que capta toda nuestra atención: la enfermedad de un familiar, los exámenes finales… pero la vida continúa inexorablemente y, con ella, nuestra constante búsqueda de la felicidad. Si aprendemos a vivir encontrando esa felicidad dispersa, siempre tendremos un motivo para sonreír cada día.

3. La felicidad no es un regalo, hay que luchar para alcanzarla. En esta vida todo se consigue con esfuerzo, nadie nos va a regalar nada. Si tu sueño es ser mecánico, médica, arquitecto o cantante: lucha por ello. Ponlo todo de tu parte y confía en ti mismo: eres capaz de sobra. Vivimos en un mundo muy competitivo donde solo los mejores consiguen las metas que se proponen, pero ¿quién te dice a ti que no eres tú uno de ellos?

PABLO POÓ GALLARDO