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María Jesús Sánchez | Salvaje

He aprovechado que los niños tienen una Semana Blanca, que pasan con su padre, para ir a despedirme de María a Londres. Llegué a tiempo para hablarle, para acariciarla y hacerle sentir mi amor y amistad, mientras ella nadaba en un sueño de morfina que no mitigaba del todo su dolor. Nos conocimos en un internado de Suiza, donde su padre vasco y su madre venezolana la habían mandado para que les devolvieran una hija obediente y sumisa. Me temo que el aire de las montañas no le hizo bien.



Su mala actitud no era nada más que un grito como el de Munch para escapar de la claustrofóbica disciplina paterna. Sus padres eran un cóctel molotov: hombre prepotente e insensible, con mujer débil y dependiente. Cuando se vio sin la censura diaria del esclavista, se dio una gran vuelta por el lado salvaje de la vida, como dice Lou Reed. No quedaron muchas drogas sin probar. El tabaco y los chicos llenaban las pocas horas de libertad de las que disponíamos.

Aunque mi equilibrio siempre ha sido escaso, nunca me dejé tentar por el falso mundo del alcohol o de las drogas. Supongo que ya bastante autodestrucción tengo dentro como para buscarla fuera. Recuerdo mis primeras copas y mis primeros mareos etílicos: la sensación de no controlar, de no saber dónde estaba y que todo me daba vueltas. En vez de provocarme euforia, me hacía tambalearme hacia el lado de la angustia. Desde entonces, las penas las enfrentó a secas.

María no fue arrastrada por el torbellino porque su madre, como por arte de magia, un día sacó de dentro a la bruja mala –como Gandalf hizo con Théoden en El Señor de los Anillos–, que la tenía narcotizada y vio la luz más allá de la cárcel de su matrimonio y recuperó su vida, su autoestima y a sus hijas.

Mi amiga quiso hacerlo bien, eligió a un buen chico, a un futuro buen padre y a una persona en quien se podía confiar. Pero me temo que en esto del amor es difícil acertar. El pavo real despliega su mejor plumaje durante el cortejo. En este caso, los colores del pavo elegido no eran reales, en cuanto la lluvia de la rutina empezó a caer, se pudo ver que no era más que un buitre con una caja de témperas.

Ahora ya está volando y nadando por el mar Cantábrico, como ella quería. Yo no paro de pensar en ella, en lo joven que era, pero sobre todo no se me olvida ese niño al que no le convence que su madre se haya ido a otro lado sin él. Aunque sea al cielo.

MARÍA JESÚS SÁNCHEZ