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J. Delgado-Chumilla | Batallas perdidas

El presunto poeta Yun Weyler negocia en estos momentos las ásperas condiciones de su rendición con las llamadas fuerzas vivas de la omnipotente audiencia televisiva. Toda una pegajosa masa gestante de ciegos en familia, chicos motorizados y nenas despeinadas, al pie del cañón, al pie de la letra. Burlescos, examinadores todos, en el gigantesco trono de Beverly Hills.



El público sobreactúa, se desgañita, brama cuando los capisayos comienzan a desfilar y los aprestos militares se acodan en la barra del bar. La impaciencia del público, los humos condensados, las represalias, hacen dudar a un Weyler acongojado que falla versión tras versión. Le han despojado de conjunciones y amenazan con acusarle de desacato al tribunal si insiste en seguir usando metáforas.

Medio centenar de ojos se le entrometen en un laberinto del que perezosamente se puede salir. El sabio y sapientísimo público saliva como el bedel con cara de miseria y cuerpo famélico. El gentío no entiende de términos ni comprende la pasión y se comporta como un mendigo lustroso.

Ojos esclarecidos que brillan como equis y eructan como Giocondas. Miradas nada tranquilizadoras. "Tuviste un brillantísimo primer minuto", arguye el fiscal, dando un manotazo a sus interminables informes. El ojo de la cerradura, con apariencia atlética, le manda un coche de muertos de acero inoxidable y ojo de buey. Ahora, la mirada de Weyler es carrocera y con el chasis cortado. Un agujero en la capa de ozono se va abriendo en sus córneas.

"Esto es la poesía", le espetan los espectadores argumentando como viejos aficionados al porno de plástico: en la esquela que adelanta al esqueleto está el número gordo. O el traidor. Poeta no se es si no te has desangrado en mitad del ascenso o has mezclado mierdas, agua azul caribeña y barbitúricos.

Para ser poeta del Reino has de vivir de la canción triste, de la evasión; de la eyaculación a borbotones; del adefesio; de la hechura; de dormir la mona; de raciones y cápsulas; de lo sucio, de su peso en oro; de lo blando; del tuerto; de los riñones gafados; de La Regenta; de los penachos; de no ser tan feroz, de ser adorno justo; de idas y vueltas; de ser serpiente de cascabel, taberna de barro. No es legítimo cualquier camborio. Pero Weyler asegura todo lo contrario:

La poesía trata que tú bebas el vino que yo bebo, que yo te traslado, que yo fabrico para ti. Y que averigües de qué avellana está hecho, de qué luciérnaga procede, de quée retablo ha escapado. Y que hablemos de ello y nos mostremos las tetas elásticas y los condones de hierro antes de quitarnos el sombrero para mezclar los besos con los aires.

El populacho propina un sonoro abucheo. La literatura, la poesía, han de ser cristalinas, dispuestas al saqueo, que se puedan recalentar o lleven bífidus y fotogramas campechanos de John Wayne. Y alguién tira de la cadena y se viene abajo la cisterna.

¿Qué carajo de escritor es este que cuelga de un penacho y no lleva un naipe bajo la manga? Efusión de sangres, muchacho, déjate de los olores de la hierba, ve y toma un refrigerio y salpica de galletas el mantel. Aquí, Ritual Romano. Y nada más.

El poeta pierde la entereza, se le remueven los huesos, flota la cabellera, es una sombra evanescente. Ahí descansan sus restos mortales. Silencio sepulcral. En esa callecita donde le pegarán un tiro se manifestaban antes las amas de casa. Hará cosa de un siglo, claro. Años ochenta, cuando existía hambre de cultura.

Gente que tose, alguien que arrastra una silla. ¿Dónde ha quedado ese hombre masivamente armado, el de antes, el periférico, el que no es lacayo ni escribe ni sueña bajo las sábanas? ¿Aquel tan apasionado y puro que, para conseguir una buena erección, necesitaba unos cuantos galones de whisky?

Weyler lleva los zorzales otoñales a bordo. Yo escribo para que os suenen los dientes, para poner cachondo a vuestro paladar. Para poneros una garita delante de un garito, que comáis guarnición y no arbustos. Y escribo con "v" de bonito para que os dejéis caer un sola vez por el descabello y la fantasía.

En la verdadera y genuina poesía, el escritor coloca el féretro en el suelo para disponer de más espacio para disparar sus flechas. El gigante no necesita escalas para bajar a la lupa, los relojes están habitados por niños azules que manejan sus corazones con la paleta nueva del pintor. Escribir poesía para que otros abran las... ¿Qué poesía es esa? No escribiré nada para que vosotros lo convirtáis en una exploración vaginal.

Literatura que se consume como en la invitación de aquel burdel en su luminoso "simply the best". Literatura para depilación que luego se barre y tan sólo quedan ocurrencias navegables de una sola visita. El poeta, el escritor, ofrece galaxias, ofrece su sangre con cada una de sus líneas de metro. Que van y no van a ninguna parte, que son letras malheridas, ejércitos errantes que jamás desmovilizan sus guerrillas.

El escritor os dona su sangre, pincha en la rosa para vosotros. Os trata como huéspedes y no como meros visitadores. Y que así, el sexo, la vida, no os sepa a cuesta de cobre ni a perro de fresa. El escritor inclasificable no lleva el vuelo sostenido de los bestsellers; él os ofrece el galope, la danza bajo la luna, la Guerra de las Galias. Os invita a pensar gratuitamente.

El tribunal que juzga a Weyler moviliza a los Tres Ejércitos.

He corrido demasiados riesgos. Artísticos, digo. Ya lo sabía. A las bestias no les gusta que les cambies el aroma. La última vez que Bécquer se asomó a la ventana, un cartel de "Compra de oro y plata" le impidió ver el amanecer. La única manifestación prohibida en un país de pezuñas es aquella que consigue trascender, aquellas formas literarias que huyen de los pronósticos fáciles. La poesía es la pluma del pavo real con la que algún día puede cortarte el aliento.

No he pretendido levantar exclamaciones de admiración. He bebido demasiados litros y demasiadas curvas. Pretendían ustedes que yo convirtiera el agua en vino, aunque fuese sólo en el color. O el agua del grifo en agua bendita. Pude ser mortal y pude ser mi propio indio de oro. No sabría llevarles más que una ánfora pero ustedes se comerían los bombones sin respetar sus rincones y sus esquinas. Ustedes me exigen que les preste asa y pitorro, que les lleve a donde puedan poner los huevos y que todas mis letras estén selladas como las facturas y los problemas.

No sirvo para eso. No soy alfabético al uso. Les puedo complacer entonando dentro del surco, pero sinceramente, yo he de romper el himen que nos separa y entablar las relaciones eróticas que mi poesía, en su intensa agitación, necesita para consumarse. Soy de la quinta del 81, así que admiro la belleza admirada siempre de reojo. Por cortesía.

Yo no me ocupo del círculo vicioso, sentimientos sí, cómo no, sonreír y ocultar; traerles el regalo de la panorámica resbaladiza donde ustedes habrán de vivir mi ciclo menstrual, mis discordias, convivir con mi psicosis, arrastrarse para un coito anal sin haberse preparado antes.

¿Qué quieren de mí? ¿Es poesía un millón de euros? No. Es poesía un millón de tiros matando a Pancho Villa. Poesía es un crujir de cadera, la atmósfera suave de los cuerpos, las luces y lo que queda de ellas.

¿Qué es poesía?, se pregunta el Señor de la Guerra, guardándose para sí un trabajo elegante. Le pregunta Hitler a Adolfo, mientras se come la margaritas del prado. Le pregunta Washington a George moviendo con un solo dedo el caballo. Miradas limpias de hombres que acaban de llegar. Gadafi pregunta al coronel. "Poesía eres tú", responde el espejo.

En la poesía, los cuervos van a lo suyo, con cuerpos que no son suyos, y el poeta, el escritor, teme más a los lóbulos que a los lobos. Es la Sagrada Bestia que te consume. Después de que se acabe la calzada. Sólo después.

¿No puede ser poesía un pastorcillo de un Nacimiento acunando a una abeja en vez de hacerlo con una oveja? Que la profesora de Inglés te susurre al oído que tú eres su Teddy Bear del alma. En la verdadera poesía, la ropa huele a orina. ¿Por qué no?

Poesía es el noble enemigo, los saltos temporales donde nos refugiamos. Poesía es Singapur, abreviar, niños patinando en una cazuela, la chica preocupada por su estética genital. Son las armas pesadas, también las más livianas, las que matan abuelitas, los violentos combates de la infantería y el despiadado silencio de un gusano formando capullos y sedas.

Es la munición bien o mal utilizada. Es el sofá de skay donde me quieres arrugar cada noche. Tu tono ingenuo cuando me dices que estamos de prestado en este mundo. El cielo donde cosecho águilas de ojos azules y mi comportamiento se vuelve rapaz con sabor azul.

Es la calma recobrada impecablemente vestida de etiqueta, tu cuerpo refulgente en un pijama infantil. Es cuando yo te anticipo mis latidos, cuando hablo con el sol a través de tus trasparencias. Tu gorra de plato cuando bailas desnuda y jugamos a policías y a ladrones. Son los tiros y las ideas que nacen en la acción y en el reposo del retrete. Los altos del Golán, cuando sube un judío y baja un árabe. Cuando tiran los dados los dioses y alguien se caga en Dios.

Un poeta no escribe con tinta, escribe con legañas. Le crecen las uñas rápidamente. Y sólo a él se le permite disparar a los renos de Papá Noël. La poesía es una mosca en mi sopa. Y el verdadero poeta es esa maceta inservible donde el mundo apaga sus colillas y el gnomo se mea a pata alzada.

Escribo poesía, literatura pobre, pero saco mis cucharas de plata, mis candeleros, mis mejores galas de escribiente. Y pongo toda la carne en el asador. Y escribo para ustedes, para que hablemos de algo de lo que antes nadie haya hablado. Y que las risas sean submarinas y el amor y la muerte adornen a la cebra sin fingidos paseos.

Ser poeta, ser escritor, el mayor atrevimiento, la mayor de las virtudes. Llevar en los ojos una sonrisa sempiterna y una llorera de pan y vino. Y cómo no, las batallas perdidas colgando orgullosas de cualquiera de sus catedrales. ¿Mataron a Weyler? El teniente Chumilla está meditando. Su fallo: el espíritu no necesita de viagras. Necesita volver a ser espíritu para comportarse como espíritu.

A los jóvenes poetas Virginia Polonio y José Marcelo García, 
abdominales belicosos en el callejón de las Termópilas.

J. DELGADO-CHUMILLA
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